Lávame por completo de mi maldad,
Y límpiame de mi pecado (Sal 51:2).
No sé tú, pero mi primera respuesta ante el pecado en mi vida es minimizarlo. Busco maneras de aliviar mi responsabilidad. Alguien más me hizo enojar y esa es la razón por la que respondí de la manera en que lo hice. Estaba enferma, cansada o simplemente no recuerdo haber hecho algo mal. O qué tal esta: lo que hice no es tan malo como lo que alguien más hizo. En todas estas formas y más, intento justificar mis acciones, hacer que mi pecado parezca algo bueno, cuando en realidad está lejos de serlo.
En el Salmo 51, podemos vislumbrar el corazón de un pecador, el rey David. El profeta Natán confrontó a David por su pecado contra Betsabé y su respuesta inmediata no fue autojustificarse. Él no intentó minimizar su pecado ni buscar a otro a quien echarle la culpa. Él ni siquiera planteó algún método para rehabilitarse a sí mismo; al contrario, simplemente dijo: «He pecado contra el Señor» (2S 12:13). Entonces, escribió el Salmo 51, un lamento en el cual confesó su pecado al Señor. Este salmo, más adelante, se convirtió en un himno para el pueblo de Dios.
Hay mucho que podemos aprender del salmo de David sobre la confesión del pecado. Es más, puede ayudarnos a darle forma a nuestras oraciones de confesión.
Confía en el amor y en la bondad constantes de Dios: «Ten compasión de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor; conforme a tu inmensa bondad, borra mis transgresiones» (v. 1, NVI). Al comienzo de este salmo, David se entrega en humilde confianza al amor e inmensa bondad del pacto de Dios. Estas son características de Dios que se encuentran a lo largo de la Escritura, conectadas con su identidad como el Gran YO SOY (ver Ex 34:6-7). Esta es la verdad en la que nosotros también debemos descansar cuando clamamos al Señor y buscamos su perdón por nuestro pecado. Nos acercamos a Aquel que no cambia en su amor ni inmensa bondad. El mismo Dios que pasó delante de Moisés mientras él se escondía detrás de una roca, es el mismo Dios que escucha nuestras oraciones hoy. El mismo Dios al que David se volvía en oración, es el mismo Dios al que nosotros nos volvemos hoy, lleno de amor e inmensa bondad.
Nuestro pecado es contra Dios: aunque el pecado de David fue cometido contra Betsabé y su esposo Urías, en última instancia fue un pecado cometido contra un Dios santo y justo. «Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos […]» (v. 4). Debemos recordar que todo nuestro pecado es cometido contra Dios. Incluso un pecado, sin importar cuán pequeño pueda ser, es una ofensa contra Aquel que es puro y santo. Cuando pecamos, es importante que lo llamemos tal cual es; que lo nombremos; que no lo minimicemos ni excusemos, sino que lo confesemos.
La salvación solo se encuentra en Dios: solo Dios puede limpiarnos de nuestro pecado. «Lávame por completo de mi maldad, y límpiame de mi pecado. […] Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve. […] Líbrame de delitos de sangre, oh Dios, Dios de mi salvación […]» (v.2. 7, 14). En los días de David, la expiación de los pecados se realizaba por medio del sistema sacrificial, que debía repetirse una y otra vez. A este lado de la historia redentora, el pecado y la salvación se encuentran en Jesucristo. Por medio de la fe en su vida perfecta, su muerte sacrificial y su resurrección triunfante, somos limpiados del pecado y reconciliados. No hay otro lugar al que podamos ir para encontrar vida y esperanza que no sea en Jesús. Nadie más puede rescatarnos, solo el perfecto Cordero de Dios. Por mucho que a la humanidad pudiera gustarle pensar de otra manera, no existe otra solución, plan o remedio disponible para nosotros. «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14:6).
Nuestro pecado es una barrera entre nosotros y Dios: David hace referencia a esta barrera en el Salmo 51: «No me eches de tu presencia, y no quites de mí tu Santo Espíritu. Restitúyeme el gozo de tu salvación, y sostenme con un espíritu de poder […]» (vv. 11:12). Desde que nuestros primeros padres pecaron y fueron expulsados del Jardín, ha existido una barrera entre nosotros y Dios. Jesús vino a romper esta barrera; vino para llevarnos de vuelta a la correcta relación con Aquel que nos hizo. Al remover esta barrera, ahora tenemos acceso completo al trono de la gracia, donde podemos ir a Dios en confianza y recibir la gracia y la ayuda que necesitamos (Heb 4:16).
Dios nos limpia y nos hace nuevos: en este lamento, David pide limpieza: «Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí» (v. 10). David no solo quiere perdón, él quiere ser limpiado; quiere ser lavado de su pecado. Tenemos que ser reconciliados antes de que podamos ir a la presencia de Dios, puesto que solo aquellos que son santos pueden presentarse ante Él. En Cristo, somos nuevas criaturas. «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas« (2Co 5:17). ¡Que sublime gracia!
Dios quiere nuestros corazones contritos y humillados: «Porque Tú no te deleitas en sacrificio, de lo contrario yo lo ofrecería; no te agrada el holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás» (vv. 16-17). No llevamos nada al trono de la gracia más que nuestros corazones contritos y humillados. Vamos a Dios tal cual somos; lo hacemos por medio del sacrificio de Cristo, envueltos en su manto de justicia. Cuando hemos pecado, es bueno y correcto ir al Señor en lamento por nuestro pecado, llevándole nuestros corazones contritos y humillados. Ese es un sacrificio en el que Él se deleita.
Nuestra respuesta a esta gracia es un corazón que se regocija: cualquiera que encuentra la sublime gracia de Dios (que haya sido perdonado, limpiado y reconciliado con Dios), no puede evitar sino responder en adoración a Aquel que lo hizo. «Restitúyeme el gozo de tu salvación, y sostenme con un espíritu de poder» (v. 12). «Abre mis labios, oh Señor, para que mi boca anuncie tu alabanza» (v. 15). Cuando hemos confesado nuestro pecado, cuando nos hemos apropiado del Evangelio de Jesucristo en nuestro corazón y cuando hemos experimentado la gracia y el perdón de Dios nuevamente, respondemos en adoración y agradecimiento. Nos regocijamos ante la bondad de Dios.
David pecó contra Betsabé y sintió correctamente el aguijón de la convicción. Su culpa le pesó, tanto que sintió que sus huesos estaban quebrantados (v. 8). Cuando también sintamos el dolor de la convicción de pecado, seamos rápidos para correr a nuestro Padre en oración. Vayamos a Él en humildad y honestidad, con completa confianza, sabiendo que nuestro amoroso y misericordioso Dios nos perdona por medio de la sangre limpiadora de nuestro Salvador Jesucristo.