El Año Nuevo me trae una nueva tentación: comparar pecaminosamente mi vida y mi productividad con el de otras personas. El consejo bíblico que mi madre me dio (que compartió por primera vez conmigo hace más de una década) aún vuelve a dirigir mi mirada hacia Cristo.
Comparación pecadora: un dolor de cuello
Es enero nuevamente y las redes sociales están tapadas de deseos y de buenos propósitos para este Año Nuevo, recuerdos del año que pasó y predicciones sobre el año que se avecina.
Sin embargo, el Año Nuevo puede venir con un inesperado efecto secundario: el dolor de cuello que nos da por mirar a nuestro alrededor a todos los demás y comenzar a preocuparnos de que quizás ellos lo han hecho mejor que nosotras. Con cada mirada que le damos a nuestras noticias de Facebook, la presión empeora y los nudos se tensan.
Quizás este año no fue un año maravilloso para ti. Tal vez estuvo lleno de retrasos y frustraciones, desilusiones y desafíos. No obstante, pareciera (si es que se puede creer en Facebook) que todo el resto tuvo un año emocionante y exitoso. Todos se casaron y tuvieron bebés; los negocios en casa de todos fueron exitosos; hicieron nuevos amigos, tuvieron maravillosas vacaciones y sus hijos destacaron en la escuela; todo el resto bajó de peso.
Todos pudieron, pero nosotras no. Mientras más pensamos sobre ello, más inquietas, ansiosas e insatisfechas nos sentimos.
En la búsqueda de una cura, podríamos verter nuestras penas en las redes sociales y ver cómo se amontonan los «me gusta» de empatía, pero de alguna manera nunca llenan hasta al tope nuestro vacío estanque de amor.
O manifestamos (demasiado, a mi parecer) que no nos importa en lo más mínimo lo que las personas piensan. Nos enorgullecemos de nuestra casa y de nuestras vidas desordenadas. Lo llamamos «ser reales». Quizás tratamos de liberar la tensión al insultar a otros. Si no podemos sentirnos mejor respecto a nosotras mismas, al menos podemos crearnos alguna compañía para nuestra miseria.
No es que hayamos decido ser más quejumbrosas y más envidiosas para el año que viene, pero cuando comenzamos a compararnos pecaminosamente, estamos muy cerca de actuar de esa manera. Si sembramos semillas de «envidia amarga y ambición egoísta» al comienzo del año, con seguridad surgirán como malezas que asfixiarán nuestro crecimiento en piedad a lo largo de todo el año (Stg 3:14).
Nuestro Salvador nos confronta misericordiosamente con nuestra comparación pecaminosa en Juan 21. La escena viene luego de su resurrección. Él acababa de restaurar a su discípulo, Pedro, y luego le da la noticia: tendrás una muerte terrible. Empatizamos mucho con Pedro, quien torció su cuello para mirar hacia su amigo Juan y preguntarle a Jesús, «¿y este, qué?», «¿y a ti qué?», Jesús le dijo a Pedro, «tú, sígueme».
La reprensión amorosa de nuestro Salvador resuena en nuestros oídos. Lo hizo con esa intención. El propósito que él tenía para sus palabras era protegernos de la comparación pecaminosa que nos distraería de nuestro llamado, reprimiría nuestro crecimiento en santidad, dañaría nuestras relaciones, deshonraría su santidad y nos entristecería. Y así él nos invita, o más bien, nos ordena a seguirlo.
Lo seguimos al meditar en su Palabra en vez de anhelar lo que otros tienen, al dar cualquier paso de obediencia que él nos pide hoy y al regocijarnos con otros cuando ellos reciben bendiciones de Dios. Al principio del Nuevo Año, recibamos la amorosa reprensión y la misericordiosa invitación de nuestro Salvador.
Sí, todo el resto podría parecer estar listo para ser más rápidos, mejores, más lindos, más inteligentes y más exitosos este nuevo año, pero «¿y a ti qué? Tú, sígueme».