Cuando mi hija menor, Sophie, vino por primera vez a nuestro hogar a los tres años, como cualquier niño pequeño, quería mi constante atención. Si no la miraba, me jalaba el brazo y me decía una y otra vez «mamá, mamá, mamá». En momentos, si estaba lavando los platos, dejaba de hacerlo para mirarla a ella o si estaba en el computador, levantaba mi mirada y le respondía con una exclamación: «¡cuidado, Sophie!» «¡Bien hecho!». Después de un par de semanas, Sophie aprendió los sonidos de las palabras (si es que no la gramática) con las que yo le respondía y comenzó a gritar «¡cudao, mamá!» «¡Cudao!». Me tomó un tiempo darme cuenta de que ella no estaba hablando en su idioma nativo, el amárico, sino que me estaba diciendo mis propias palabras a mí. Ella quería que yo tuviera «cudao».
Uno de los regalos más preciosos que le damos a nuestros hijos es nuestra atención: vemos sus piruetas en la cocina y examinamos el nuevo bichito que encontraron en el patio; nos fijamos si hay signos de un resfrío y miramos a ambos lados antes de ayudarlos a cruzar la calle; somos cuidadosas con sus dietas, con sus horas de sueño y con la claridad de su letra cuando escriben; mantenemos la concentración cuando nos cuentan sus largas y divagantes historias; suplimos sus necesidades y los protegemos de sus tentaciones; los vemos gatear por la esquina del living y por el pasillo para, más tarde, en un abrir y cerrar de ojos, verlos salir marcha atrás del estacionamiento de la casa e irse conduciendo. Según cuenta la leyenda, incluso tenemos ojos en nuestra nuca. Desde el momento en que tomamos en brazos a nuestro recién nacido (o nuestro hijo de tres años), comenzamos una vigilia sin fin. Como mamás, estamos siempre cumpliendo con la obligación del «cudao».
Lamentablemente, después de todo, nosotras, las madres, solo somos humanas. No podemos mirar a nuestros hijos en cada momento de cada día. Nuestros párpados se cansan y debemos dormir cuando ellos duermen. Nos distraemos y fallamos en escuchar. Nos perdemos tantos momentos o nos ponemos ansiosas y nos inquietamos con el cuidado de estas almas eternas. Todo lo que implica vigilarlos nos cansa.
Sin embargo, mientras cuidamos a nuestros hijos, nuestro Padre celestial cuida de nosotras (Pr 2:8). Él no se cansa ni se fatiga (Is 40:28), su atención hacia nosotras no vacila ni se desvanece. Cuando ponemos atención a las necesidades de nuestros hijos, estamos constantemente recibiendo la atención de Dios que sabe exactamente lo que necesitamos (Mt 6:32). Llevamos a cabo todos nuestros deberes maternales bajo la misericordiosa cobertura de su atento cuidado (Sal 34:15). Cada historia que escuchamos, cada dibujo que elogiamos, cada pecado que corregimos, lo hacemos bajo la atenta mirada de nuestro Padre celestial.
Como escribe J.I. Packer:
Lo que interesa por sobre todo, por lo tanto, no es, en última instancia, el que yo conozca a Dios, sino el hecho más grande que está en la base de todo esto: el hecho de que él me conoce a mí. Estoy esculpido en las palmas de sus manos. Estoy siempre presente en su mente… Lo conozco porque él me conoció primero y sigue conociéndome. Me conoce como amigo, como uno que me ama; y no hay momento en que su mirada no esté sobre mí, o en que su ojo se distraiga de mí; no hay momento, por consecuencia, en que su cuidado [por] mí flaquee. Se trata de un conocimiento trascendental. Hay un consuelo [indescriptible] —ese tipo de consuelo que proporciona energía, téngase presente, no el que enerva— en el hecho de saber que Dios está conociéndome en amor de forma constante, y de que me cuida para bien.
No tenemos que gritar «cudao» para obtener la atención de Dios. Él ya nos está mirando; ya se está preocupando; ya sabe lo que necesitamos. Es más, cuando lo invocamos es porque primero él provocó que orarámos. Somos sus hijas en Cristo, por lo que no existe un solo momento en el que los ojos de nuestro Padre celestial no estén sobre nosotras. Él siempre vela por nuestro bien. Este, mis queridas mamás, es un consuelo indescriptible, ¡y que nos llena de energía! No sé ustedes, pero eso es exactamente el mejor regalo que esperaría recibir.