Hace poco vi cómo una joven madre actuaba rápida y resueltamente para poner fin a una riña entre dos niños preescolares: procedió con rectitud y eficacia, luego se volvió a ellos y estableció la ley: «Nunca está bien pelear».
Lo siento, mamá. Entiendo lo que tratas de hacer, pero tal instrucción moral no servirá cuando esos chicos crezcan y maduren. Su desafío será aprender cuándo está bien pelear, y de qué manera, tal como la Biblia lo ordena, pelear la buena batalla de la fe.
¿Qué hay de la iglesia? ¿Es correcto, alguna vez, que los cristianos y las iglesias se involucren en controversias? Obviamente, la respuesta es sí: a veces los creyentes se dividen por cuestiones serias e importantes, y en tales casos, las controversias son inevitables. La única forma de evitarlas por completo sería considerar que nada de lo que creemos es lo suficientemente importante como para defenderlo, y ninguna verdad tan valiosa como para ser intransable.
Sabemos que a Cristo le preocupa profundamente la paz de su iglesia. Al orar por ella en Juan 17, pide que su rebaño sea protegido por el Padre y esté marcado por la unidad. Pero, como Cristo también aclara, su iglesia debe ser unificada y santificada en la verdad. En otras palabras, no hay una unidad genuina sin que haya unidad en la verdad revelada de Dios.
El Nuevo Testamento no es evasivo ya que revela serias e importantes controversias dentro de las primeras congregaciones y aun entre los líderes cristianos. El apóstol Pablo entró en una polémica con los Gálatas para impedir que se transara con el evangelio (Gá 1:6–9); se involucró en una controversia moral al escribir a los Corintios (1 Co 5); y enfrentó a Pedro por la cuestión de los gentiles y la circuncisión (Gá 2:11–14). Judas hizo notar el desafío perpetuo de defender la verdad ante los enemigos (Jud 3) y Juan señaló una iglesia tan tibia y carente de compromiso con la verdad que ni siquiera podía suscitar una controversia (Ap 3:14-22).
La historia de la iglesia también nos recuerda que la controversia es necesaria cuando la verdad del evangelio está en juego. Una y otra vez, enfrentamos momentos cruciales en que, si la verdad no es defendida, es negada. La iglesia tiene que observar derechamente lo que se enseña y decidir si la enseñanza es fiel a las Escrituras. Esto comúnmente produce controversia. Si la iglesia creyera que la controversia debe evitarse a toda costa, no tendríamos idea de lo que es el evangelio.
Para nuestra vergüenza, a menudo la iglesia se ha dividido por las controversias equivocadas. Congregaciones y denominaciones se han dividido por asuntos que, a la luz de la Palabra de Dios, dan lo mismo. Además, algunas iglesias parecen alimentarse de la controversia teniendo en ellas miembros y líderes que son agentes de desunión. Esto es motivo de vergüenza y reproche para la iglesia, y la distrae de su tarea de predicar el evangelio y hacer discípulos.
¿Cómo, entonces, podemos saber si una controversia es correcta o no? La única forma de averiguarlo es yendo a la Escritura y evaluando la importancia de los temas que se debaten. Todos los asuntos relacionados con la verdad son importantes, pero no todos son igualmente importantes. Cuando se trata de doctrinas centrales y esenciales, no se pueden evitar las controversias sin traicionar el evangelio. Como advirtió Pablo a los Gálatas, una iglesia que no esté dispuesta a enfrentar controversias por doctrinas de importancia central estará, dentro de poco, predicando «otro evangelio». La iglesia ha tenido que enfrentar controversias por doctrinas tan centrales y esenciales como la plena deidad y humanidad de Cristo, la naturaleza de la Trinidad, la justificación exclusivamente por fe, y la veracidad de la Escritura. Si esas controversias se hubiesen evitado, el evangelio y la autoridad de las Escrituras se habrían perdido. Dichas controversias se centraron en doctrinas de importancia «primaria» —doctrinas sin las cuales la fe cristiana no puede existir—.
Las doctrinas de importancia secundaria no tienen que ver con los aspectos fundamentales del evangelio ni su llamado al arrepentimiento y la fe, pero sí explican la separación de la iglesia en denominaciones. Las denominaciones han surgido a raíz de desacuerdos sobre el bautismo, el orden de la iglesia, y otros temas que, en la vida congregacional, son inevitables.
En un tercer nivel encontramos controversias por temas que deberían ser tratados —e incluso debatidos— pero que no deberían dividir a los creyentes en diferentes congregaciones y denominaciones. Éstas deben desarrollar una madurez bíblica y espiritual para juzgar la importancia de los desacuerdos y saber cuándo la controversia está bien o mal.
Así como los políticos son conocidos por instarse mutuamente a no desperdiciar las crisis, la iglesia no debería desperdiciar sus controversias. Una iglesia fiel debe hacer que sus controversias sean significativas. Cuando éstas surgen, deben llevar a la iglesia a Cristo y a las Escrituras mientras los creyentes procuran descubrir todo lo que la Biblia enseña. Las disputas y los debates deben poner a la iglesia de rodillas en oración a medida que los fieles buscan llegar a un acuerdo guiados por el Espíritu Santo. La controversia, correctamente manejada, servirá para advertir a la iglesia de los peligros de la apatía doctrinal y la necesidad de la humildad personal.
Por último, las controversias deberían llevar a la iglesia a orar por esa unidad que Cristo sólo llevará a cabo cuando glorifique a su iglesia. Que así sea, Señor, ven pronto. Hasta entonces, no nos atrevamos a desperdiciar una controversia.