El problema con la religión
Existe una clara conexión entre la revolución sexual y la creciente y evidente apatía en nuestra cultura hacia la libertad religiosa. Quizás, la primera vez que esto captó los titulares de las noticias fue a principios de 2015 cuando la legislatura del estado de Indiana propuso una ley de restauración de la libertad religiosa, que fue diseñada, en parte, para proteger los derechos de los dueños de negocios con objeciones religiosas a los estilos de vida LGBTQ+ con respecto a las políticas de contratación. La propuesta recibió una condena rápida y generalizada, sobre todo por parte de las empresas estadounidenses, con el argumento de que, de aprobarse, permitiría que tales empresarios religiosos discriminen a los empleados LGBTQ+. Al final, el entonces gobernador de Indiana, Mike Pence, convirtió en ley una versión suavizada del proyecto de ley original. No obstante, se había enviado un mensaje: sectores significativos de la cultura ya no consideraban que las objeciones religiosas a los asuntos LGBTQ+ fueran algo más que intolerancia y las políticas basadas en ello no eran más que complacencia.
De hecho, esta posición ya quedó clara en una importante sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos en 2013, la de Estados Unidos contra Windsor. El antecedente fue la Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA, por sus siglas en inglés), promulgada por el presidente Clinton en 1996. Esta legislación excluyó específicamente a las parejas del mismo sexo de la definición de matrimonio reconocida por el estado. DOMA, sin embargo, fue desafiada por una mujer llamada Edith Windsor. En 2007, Windsor se había casado con su pareja del mismo sexo, Thea Spyer, en Canadá. La pareja vivía en el estado de Nueva York, y cuando Spyer murió en 2009, Windsor trató de reclamar la exención del impuesto federal sobre el patrimonio al que tienen derecho los cónyuges legalmente reconocidos. Este reclamo fue denegado bajo los términos de la sección tres de DOMA, que excluía las parejas del mismo sexo, y Windsor presentó una demanda. Su reclamo fue confirmado tanto por el tribunal de distrito como por el Tribunal de Apelaciones del Segundo Circuito en 2012. Luego, con el caso pendiente ante el Tribunal Supremo, el Departamento de Justicia anunció que no buscaría defender a DOMA. En este punto, un grupo asesor legal bipartidista de la Cámara de Representantes votó a favor de emprender la demanda con miras a determinar la constitucionalidad de la sección tres, que definía el matrimonio entre un hombre y una mujer.
La Corte Suprema dictaminó, por una mayoría de cinco a cuatro, que la sección tres no era constitucional y, por lo tanto, anuló el principio central de DOMA, que el matrimonio debía entenderse exclusivamente entre un hombre y una mujer. Las actitudes públicas sobre el tema ya estaban cambiando, por lo que la decisión no tuvo un impacto total. Lo sorprendente, sin embargo, fue la forma en que la mayoría de la corte caracterizó el motivo de los opositores al matrimonio homosexual que subyace en DOMA. El pasaje pertinente dice así:
La desviación inusual de DOMA de la tradición habitual de reconocer y aceptar las definiciones estatales del matrimonio opera aquí para privar a las parejas del mismo sexo de los beneficios y responsabilidades que conlleva el reconocimiento federal de sus matrimonios. Esta es una fuerte evidencia de una ley que tiene el propósito y efecto de la desaprobación de esa clase. El propósito declarado y el efecto práctico de la ley aquí en cuestión son imponer una desventaja, un estatus separado y, por lo tanto, un estigma sobre todos los que contraen matrimonios entre personas del mismo sexo, legalizados por la autoridad incuestionable de los Estados.[1]
De esto queda claro que el tribunal consideró que las objeciones al matrimonio homosexual se basaban en lo que técnicamente se denomina animus constitucional o, para expresar la misma idea en términos más coloquiales, intolerancia irracional.
Vale la pena reflexionar sobre esto por un momento. Los cristianos (y los judíos) sostienen una visión del matrimonio que lo considera entre un hombre y una mujer, y eso por numerosas razones: la enseñanza de Génesis 2, la complementariedad de hombres y mujeres, y la intención procreadora del matrimonio. Sin embargo, en Windsor, la Corte Suprema descarta dos mil años de pensamiento cristiano (y muchos más de pensamiento judío) como nada más que intolerancia irracional. En el mejor de los casos, el tribunal presumiblemente decidió que aun cuando las objeciones religiosas al matrimonio homosexual alguna vez habían tenido validez, ya no la tenían, y la única razón para mantenerlas era una cortina de humo para justificar la marginación de un determinado sector de la sociedad. Cuando el tribunal supremo del país puede codificar tal punto de vista de la religión en una sentencia, los tiempos —y las actitudes culturales — realmente han cambiado.
Windsor proporcionó los antecedentes legales inmediatos de Obergefell contra Hodges, 576 U.S. 644 (2015), el caso de la Corte Suprema que encontró que el matrimonio entre personas del mismo sexo estaba protegido por la Constitución por motivos consistentes con el individualismo expresivo que hemos estado rastreando. Para este hallazgo fue fundamental la afirmación de la Corte sobre la autonomía de las personas para poder elegir con quién quieren casarse. Esto reflejó una posición establecida en la ley en una decisión anterior, Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania contra Casey, 505 U.S. 833, 851 (1992), en la que Planned Parenthood impugnó una ley firmada por el entonces gobernador de Pensilvania, Robert Casey Sr., que impuso ciertas restricciones a la provisión de abortos. El fallo fue en contra de Casey, pero la parte interesante del juicio fue una declaración extraña, pero posteriormente influyente, del autor de la opinión de la mayoría, el juez Anthony Kennedy, en la que describió lo que es ser una persona:
En el corazón de la libertad está el derecho a definir el propio concepto de existencia, de significado, del universo y del misterio de la vida humana. Las creencias sobre estos asuntos no pueden definir los atributos de la personalidad si se forman bajo la obligación del Estado.[2]
Kennedy captura aquí la esencia misma del individualismo expresivo y sus implicancias: los individuos pueden definir por sí mismos lo que les da su identidad, su propósito en la vida y su sentido de significado. Con eso establecido como la suposición básica de la ley constitucional estadounidense, se sentaron las bases para los fallos posteriores sobre el matrimonio que vieron su restricción a un hombre y a una mujer como opresiva, como intolerante y como un obstáculo para la autonomía y la felicidad personal. Aunque en 1992 el matrimonio homosexual todavía no era inevitable, este fallo ciertamente despejó el terreno para ello.
No tolerancia, sino igualdad
Dado lo anterior, debe quedar claro que la tolerancia de las identidades LGBTQ+ nunca iba a ser suficiente para el movimiento. Tolerar a alguien es, por definición, desaprobarlo, aunque de una manera bastante pasiva. Sin embargo, también es no reconocerlos: no es afirmar sus identidades como se quiere afirmar; en el mejor de los casos, es para mantenerlos en su lugar como miembros de segunda clase de la sociedad.
Y esto, a su vez, ayuda a explicar la razón por la cual cosas como hornear pasteles se han vuelto tan polémicas. La panadera cristiana que se niega a producir un pastel para la celebración de un matrimonio homosexual lo hace porque su conciencia consideraría tal acto como el apoyo a una relación que ella considera fundamentalmente inmoral. La pareja gay, sin embargo, considera su negativa como una negación a su identidad fundamental (y protegida constitucionalmente). La igualdad requiere un reconocimiento igualitario de una forma que la tolerancia simplemente no proporciona.
Esto se remonta, por supuesto, a la construcción psicológica moderna de la identidad. Si ante todo somos lo que pensamos, lo que sentimos, lo que deseamos, entonces todo lo que interfiere u obstruye esos pensamientos, sentimientos o deseos nos inhibe como personas y nos impide ser el yo que estamos convencidos que somos. Tales obstrucciones inhiben la identidad de manera profunda y sustancial. Los insultos verbales, por supuesto, no son nada nuevo y tienen una historia tan larga como la de la humanidad misma. Goliat se burló de David. Cicerón insultó a Catilina. No obstante, con el surgimiento del yo psicológico, las palabras han adquirido un nuevo poder cultural, como lo atestiguan los feroces debates que ahora se desatan sobre los pronombres. El uso de una palabra considerada hiriente o denigrante se convierte, en el mundo de la identidad psicológica, en un asalto a la persona, tan real como si fuera un puñetazo.
Y aquí es donde las religiones, especialmente las religiones como el cristianismo y el judaísmo que se aferran a códigos estrictos con respecto al sexo y la sexualidad, terminarán en problemas porque se van a encontrar en un mundo que funciona con lo que podríamos llamar, una gramática diferente y una sintaxis de la identidad. Por ejemplo, cuando el cristiano se opone a la homosexualidad, bien puede pensar que se opone a una serie de deseos o prácticas sexuales. Pero el hombre gay ve esos deseos como parte de su esencia misma. El viejo dicho que dice: «amar al pecador, odiar el pecado» simplemente no funciona en un mundo donde el pecado es la identidad del pecador y cuando los dos no pueden separarse ni siquiera a nivel conceptual. En una época en que la noción normativa de la individualidad es psicológica, odiar el pecado es odiar al pecador. Los cristianos que no se den cuenta de este cambio se encontrarán muy confundidos por la incomprensión y, de hecho, por la fácil ofensa del mundo que los rodea.
En sus Notas sobre el estado de Virginia, Thomas Jefferson comentó que «no me perjudica que mi vecino diga que hay veinte dioses o ningún dios. Ni me hurga en el bolsillo ni me rompe la pierna». Para Jefferson, esta era la razón por la que la libertad religiosa no era un asunto complicado: las creencias religiosas personales de los demás no lo perjudicaban económicamente ni físicamente. Podríamos inferir, por lo tanto, que Jefferson vivía en un mundo en el que la individualidad no estaba construida psicológicamente, sino que estaba mucho más ligada a lo físico, al cuerpo y a la propiedad del individuo. Sin embargo, eso no se aplica hoy: en un mundo donde la psicología interna domina la forma en que pensamos de nosotros mismos, entonces los sentimientos también se vuelven muy importantes en la manera en la que conceptualizamos el daño. En ese mundo, las creencias religiosas personales de nuestros vecinos son motivo de preocupación, porque el desacuerdo implica que al menos uno de nosotros está equivocado. Y hoy eso constituye una forma de opresión. Es posible que los conservadores religiosos no se metan en los bolsillos ni rompan las piernas, pero hieren los sentimientos y, por lo tanto, las identidades son marginadas, oprimidas y negadas de legitimidad.
Este artículo es una adaptación del libro Strange New World: How Thinkers and Activists Redefined Identity and Sparked the Sexual Revolution [Extraño Nuevo Mundo: cómo los pensadores y activistas han redefinido la identidad y desencadenado la revolución sexual] escrito por Carl R. Trueman.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.
[1] United States v. Windsor, 699 F. 3d 169 (2013), www.law.cornell.edu/supremecourt/text/12-307.
[2] Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania v. Casey, 505 U.S. 833, 851 (1992), www.law.cornell.edu/supremecourt/text/505/833.