Tanto en el mundo evangélico liberal como en el conservador, discutir sobre cultura se ha convertido virtualmente en un rasgo identificatorio. Queda por debatir si esto es en sí mismo un imperativo bíblico o meramente una reacción cultural a una época dominada por el fundamentalismo. En verdad, una de las cosas desconcertantes sobre quienes hoy sacan partido de la discusión cultural cristiana es que, en términos generales, cuando hablan de «cultura», suelen referirse a lo que podríamos llamar cultura popular, particularmente las películas, Internet y la música más habitualmente orientada a los jóvenes. Por lo general, lo que se tiene en mente no es la «cultura» entendida como las tradiciones, las instituciones y los mecanismos mediante los cuales una sociedad transmite una forma de vida a través de las generaciones. No, hoy la palabra «cultura» quiere decir cultura popular e, irónicamente, eso reduce el concepto a una función del mercado. La música, las películas y esa clase de cosas no son tanto un reflejo de la cultura más amplia en los términos de la segunda definición; más bien, representan lo que es y lo que no es comercializable en términos de gusto contemporáneo, y en realidad, no reflejan simplemente un gusto sino también una influencia.
Yo diría que, si tenemos esto presente al reflexionar sobre el tema de la cultura y la rapidez del cambio, necesitaremos rechazar uno de los clichés modernos más comunes: la idea de que la cultura moderna está siempre cambiando. Voy a sugerir que este no es el caso. De hecho, la cultura no está siempre cambiando, ni rápidamente ni de otra forma; en lugar de eso, el cambio rápido corresponde a la cultura moderna. Los fenómenos de la cultura moderna —las modas, la música, las celebridades— están cambiando todo el tiempo, pero esta es una función del fundamento cultural subyacente —es decir, el consumismo—. Para las sociedades construidas sobre el consumo, el cambio es un componente esencial. La obsolescencia intencional, la necesidad de que los mercados estén constantemente reinventando productos, los apetitos voraces de todos nosotros por lo nuevo y lo novedoso: estas son las cosas que dirigen la cultura del cambio rápido. Si no fuera así, todos necesitaríamos comprar un solo televisor, una sola lavadora, un solo automóvil, un solo traje elegante, etcétera. Sin embargo, en la realidad, nuestras lavadoras funcionan entre cinco y diez años —tal como se ha establecido en su diseño—, y aunque eso sea un poco molesto, también nos permite reemplazarlas por modelos que, francamente, no hacen un mejor trabajo que los anteriores pero lucen mucho más apropiados para el mundo actual. Aun aquellos aspectos transnacionales de la cultura popular —la cultura juvenil y el deporte— están sujetos a la misma rapidez de cambio. Después de todo, ¿qué chico querría usar algo que estuvo de moda el año pasado? Y actualmente muchos equipos deportivos parecen cambiar los diseños de sus camisetas tan a menudo, que uno se siente afortunado si la camiseta comprada en la tienda del estadio antes del partido sigue siendo la más reciente cuando suena el pitazo final.
Como lo he insinuado antes, todo este cambio es una ilusión óptica. Ante nuestros ojos, el mundo puede parecer estar constantemente cambiando como un desfile interminable y centelleante de imágenes caleidoscópicas que marean, pero esto es meramente una ilusión que alimenta el mito que a cada generación le gusta creer sobre sí misma: que esta época, aquí y ahora, es única y especial, y que las reglas del año pasado ya no pueden aplicarse con credibilidad alguna. En absoluto. Puede parecer que estamos viviendo en un mundo de cambio, pero por debajo de todo hay una cultura constante que cambia poco, si acaso lo hace, de un año a otro —la cultura del consumismo que crea el culto al cambio constante—. Es con ese fundamento subyacente que la iglesia debe relacionarse.
¿Cómo puede la iglesia hacer eso? De una sola manera: siendo contracultural. La iglesia, tanto a nivel local como a nivel de sus denominaciones, debe ser el agente de la contracultura. Las «guerras culturales», tan a menudo consideradas por la iglesia en términos de fenómenos culturales como la legislación política, los programas de TV, etcétera, deben entenderse a un nivel mucho más profundo. La iglesia necesita contrarrestar la cultura en los mismísimos fundamentos de ésta.
En verdad, en esto la iglesia no tiene alternativa porque, sin duda, entre las consecuencias más desafortunadas de esta mentalidad consumista, se hallan estas dos (que son, ambas, contrarias a la doctrina comúnmente aceptada): Primero, en un mundo donde nada parece ser sólido o seguro, cuando todo está constantemente avanzando, o disolviéndose, o estropeándose, o mutando para convertirse en algo diferente, o incluso convirtiéndose en lo opuesto, la noción misma de estabilidad deja de tener sentido o importancia y, podríamos agregar, el concepto mismo de sentido deja de tener sentido. La conexión entre la forma de ser del mundo en términos de consumo material y la forma en que el mundo piensa sobre la verdad es compleja, pero hay una conexión muy definida. Cuando la estética del cambio permanente es percibida sencillamente como parte de lo que el mundo es, entonces viene inevitablemente a impactar más que simplemente la forma en que elegimos un par de bluejeans; viene a moldear la visión misma que tenemos del mundo como un todo.
Segundo, en un mundo guiado por el consumismo, todo es un producto o una mercancía, y el juego viene a consistir en descubrir lo que el mercado tolerará, y moldear y encauzar la publicidad de tu producto como sea necesario. Aunque uno no puede estar seguro de que la doctrina tradicional jamás «venderá» en tales circunstancias, sí puede estar seguro de que no venderá por mucho tiempo antes de que sea necesario cambiarla, reempaquetarla, hacerla más atractiva, y ayudarla a competir con los nuevos productos que siempre están llegando a las estanterías.
En resumen, el cristianismo, con su afirmación de que la verdad no cambia, de que el Jesús de Pablo es el Jesús de hoy, y de que Dios es el gran «sujeto» ante el cual todos somos «objetos», este cristianismo, por su existencia misma, protesta contra la cultura tanto al nivel de los fenómenos (donde la verdad es el cambio, no la estabilidad) como a un nivel fundacional (donde el impulso constante es la negociación entre el proveedor y el consumidor —sea que hablemos de ideas o de marcas de cafeteras—).
Aquí es donde necesitamos ser cuidadosos. En su fascinante libro Nation of Rebels: Why Counterculture Became Consumer Culture (Nación de rebeldes: Por qué la contracultura se convirtió en la cultura del consumidor), Joseph Heath y Andrew Potter muestran en términos aleccionadores cómo la contracultura de la década de 1960 terminó no sólo siendo adoptada por la cultura del consumo sino que incluso llegó a capturar una parte significativa de la cuota de mercado, con frases típicas tales como «Sin logotipo» convertidas en logotipos diseñados. La lección que el libro deja es que el consumismo es una de las fuerzas culturales más poderosas que se hayan desencadenado jamás, y su capacidad de convertir todo en mercancía, aun lo que se opone a ella, es impresionante. Y lo que llegó a suceder con los hippies de la década de 1960 es indudablemente un peligro aun mayor para un mundo evangélico que, en comparación con los asistentes a Woodstock, siempre ha estado más cerca del estilo de vida americano.
Así, no basta con que la iglesia simplemente desafíe al cambio en sí mismo; lo que debe hacer es pensar con mucho cuidado sobre la forma en que se relaciona con los motores que guían a esta cultura: la mercadotecnia, la codicia, los conceptos mundanos del éxito y el poder, y la necesidad de encontrar satisfacción en cosas distintas al evangelio. No es fácil darse cuenta de cómo se consigue esto, pero, tomando prestada una frase de la política contemporánea, quizás necesitamos actuar en forma local mientras planificamos de manera global. La iglesia local es indudablemente la unidad más básica de la resistencia contracultural. Decir cada domingo el Credo de los Apóstoles, por ejemplo, es declarar claramente ante la iglesia y el mundo que el cristianismo no se reinventará durante el culto. Los pastores que permanecen en sus cargos por más de un par de años envían una señal de que su ministerio no es una escalera profesional que debe subirse rápidamente sino (¿lo digo o no?) la priorización de la predicación del evangelio por sobre los análisis banales de los últimos éxitos de Hollywood, las letras de las canciones de Bono o las plataformas de este o aquel político. En el mejor de los casos, estas últimas cosas son síntomas superficiales de una cultura de consumo que necesita ser rechazada, no adoptada.
La cultura rápidamente cambiante que nos rodea es una señal del poder que los mercados de consumo tienen para hacer la verdad, rehacerla, reempaquetarla, cambiarla de nuevo, y seguir vendiéndola a los clientes cuyos apetitos parecen indefinidamente maleables e insaciables. Como iglesia no necesitamos preocuparnos de que haya cambios sino de las fuerzas oscuras que se hallan detrás. Como la punta del iceberg, el cambio no es la verdadera amenaza: ésta, en realidad, se encuentra bajo la superficie. La iglesia necesita entender que no está simplemente llamada a resistir una cultura de cambio que hace que todo sea negociable; necesita resistir la fuerza motriz que está tras los cambios, y esa fuerza es el consumismo que, en forma preocupante, conduce toda nuestra perspectiva económica y moldea así nuestras vidas en formas de las cuales muchos somos completamente inconscientes.