Nunca olvidaré cuando mi padre me pedía perdón. Pocos momentos, si es que los hubo, eran tan llamativos, tan conmovedores y tan inolvidables como cuando papá me admitió (cuando yo tenía cinco o siete o diez años) que había reaccionado de manera exagerada y que lo lamentaba.
Me conmovía demasiado, al menos en cada caso que puedo recordar, porque yo no era una víctima inocente. Mi desobediencia, mi rebelión y mi inmadurez eran los catalizadores de nuestros conflictos. Yo había pecado primero y sabía que estaba equivocado.
Pero papá se había integrado a un estudio bíblico y su corazón se estaba sensibilizando a la Palabra de Dios. Quería que su conducta se alineara cada vez más al Evangelio que amaba. No solo en público, sino que también en privado. No solo como dentista y diácono donde el mundo lo observaba, sino que como padre, cuando solo unos pequeños ojos estaban mirando. Él comenzó a admitir el hecho de que aun el mal comportamiento de su hijo no era excusa para una respuesta pecadora. Él estaba aprendiendo primero a reconocer y a admitir su propio pecado y a quitar la viga adulta de su propio ojo, con el fin de ser más cuidadoso y paciente para remover la paja infantil del mío.
La nueva armadura del emperador
A algunos de nosotros podría preocuparnos que hacernos vulnerables de esta manera con nuestros hijos revele una grieta en la armadura de la autoridad parental. Nos decimos a nosotros mismos: sin duda, no podremos criar a nuestros hijos si le damos una ventaja. Mi experiencia como hijo, y ahora como padre de gemelos de seis años, dice que sin lugar a dudas este no es el caso.
Cuando los regaño, con todo mi peso emocional adulto, pueden ser defraudados fácilmente. Sin embargo, cuando me agacho para acercarme a ellos, y me quedo al lado de ellos admitiendo mi propio pecado y reconociendo mi constante necesidad de ser rescatado por Jesús, no solo estoy modelando arrepentimiento ante ellos, sino que también estoy viviendo una vida cristiana, en lugar de dejar que la crianza sea una excusa para la hipocresía.
No necesito ser perfecto para mis hijos. Jesús hizo eso; Jesús es eso. Mis hijos no necesitan que yo sea un salvador perfecto, sino que los apunte, en honestidad con mi propio pecado, hacia nuestro Salvador. De hecho, ellos necesitan saber urgentemente que no soy perfecto, que mi mayor esperanza no se encuentra en mi bondad, sino que en la de Jesús. Estoy junto a ellos como pecador, nacido en pecado, desesperadamente en necesidad de gracia. Si intento esconder la grieta en mi armadura (y no es solo una grieta, sino que infinitas grietas, incluso agujeros muy grandes), no los protejo sino que los pongo en peligro. Al hacer eso, refuerzo el mito que todos nos decimos a nosotros mismos en cierto punto, que podemos ser lo suficientemente buenos para conseguir el favor de Dios.
Tres lecciones para los padres
Es difícil exagerar el impacto a largo plazo que tuvo el hecho de que mi padre me pidiera perdón, en especial cuando yo era el principal culpable. En mi propia paternidad, todavía tengo mucho que aprender. Nuestros hijos solo tienen seis años. Tenemos un largo camino por delante, pero los primeros descubrimientos son que el reconocimiento y la confesión de mi propio pecado, especialmente cuando reacciono exageradamente por la desobediencia de mis hijos, ya está dando fruto en mi relación con ellos.
La verdad es que no existen relaciones en las que sea una buena estrategia cubrir mi pecado y no reconocerlo ni confesarlo. Si ustedes, como yo, quieren crecer en este tipo de humildad e iniciativa como padres, a continuación comparto tres lecciones que estoy aprendiendo al intentar amar a mis hijos a la luz de mi pecado.
1. Dios no solo está obrando por medio de mí como padre, sino que en mí
Ser padre no significa que me haya graduado del crecimiento básico cristiano, sino que probablemente he entrado en una de las etapas más importantes. Los padres caminan con sus hijos a lo largo de una etapa intensa de desarrollo físico, mientras Dios camina junto a los padres a través de un tiempo intenso de desarrollo espiritual. La pregunta no es si es que pecamos contra nuestro hijo; todos los padres pecan contra sus hijos. La pregunta es si es que reconocemos y confesamos nuestro pecado y le pedimos perdón a nuestros hijos. Muy pocos de nosotros estamos preparados para hacer esto.
2. La verdadera confesión es sincera, no inventada
Un peligro latente en este artículo es que podría tentarte a calcular ciertas confesiones a tus hijos para producir ciertos resultados. Puedes admitir cierta debilidad bastante admirable o fingir pena por algún pecado, capturar la atención de tus hijos o provocar empatía de parte de ellos. Eso es manipulación, no verdadera confesión. Cuando admites tus propios pecados y revelas tus debilidades, probablemente llamarás la atención de tus hijos. (Pocas cosas atraen a nuestros hijos como cuando les cuento historias de los tiempos en que «papi recibió una paliza cuando era un niño»).
No obstante, una confesión genuina no está motivada por los resultados. Nace de una consciencia de las maneras en las que hemos tratado a nuestros hijos que menosprecian a Dios y de un dolor sincero por nuestro fracaso para vivir nuestro llamado. Reconocemos que hemos dado una mala imagen de Dios. Él es gentil y misericordioso; yo he sido descortés y exigente. Él es lento para la ira; yo soy irritable, exploto en ira ante la desobediencia de mis hijos. Él abunda en amor constante y fidelidad; yo he sido parco e inestable.
3. Las buenas disculpas no terminan con «pero»
Las conversaciones más significativas con nuestros hijos son aquellas en las que podemos confesar nuestra propia debilidad sin cargársela o devolvérsela a ellos. «Pero cuando tú…». Permite que la disculpa sea lo que permanezca. Esfuérzate lo mejor que puedas (esto puede ser muy difícil) para que después de haber admitido algo no digas «pero», pues eso vuelve a culpar a tu hijo por tu pecado.
Eres el padre, el adulto. A menudo el caso es que realmente tu pecado es el responsable del pecado de tu hijo, en algún sentido, y no al revés. Los niños no solo tienen naturalezas pecadoras; también tienen padres pecadores. Aun antes de que nuestro hijo peque, a menudo tenemos parte en eso, al no invertir la energía que requiere instruirlos proactivamente, asentar claramente las reglas básicas razonables y comunicar misericordiosamente las expectativas.
Sí, pedir perdón muestra nuestra debilidad, de la manera exacta en que tus hijos necesitan verla. Nosotros los padres «maduros» no estamos junto a Dios parados al otro lado de una gran división lejos de nuestros hijos pecadores. Estamos junto a nuestros hijos como pecadores, aun desesperada y constantemente necesitados de la gracia de Dios y de su poder para cambiar.