Soy una pensadora. Reflexiono, medito, hago suposiciones, evalúo y analizo todo. Para ser sincera, pienso demasiado. Si fuera posible, podría pensar cosas hasta morir.
Pienso las cosas que debí haber dicho y hecho. Revivo discusiones y circunstancias que he tenido. Me mortifico por los errores que cometí y los analizo con gran detalle. Traigo a mi memoria tristezas y angustias de mi pasado como un disco rayado. Los pensamientos que tengo son como estos: si tan sólo…, qué hubiese pasado si… o debí haber hecho…
Lamentablemente, mientras más pienso, más me desespero.
Examinémonos a nosotras mismas
Un poco de autoevaluación puede ser bueno. Debemos conocernos a nosotras mismas, nuestras motivaciones, nuestras decisiones y nuestras acciones. Debemos ser conscientes de las formas en las que minimizamos nuestros pecados. Debemos conocer los ídolos que reinan en nuestros corazones. Necesitamos conocer las tentaciones a las que tendemos a caer.
El apóstol Pablo fomenta tal evaluación antes de tomar Santa Cena (1Co 11:28). También anima a la misma iglesia de Corinto a probarse a sí mismos para ver si realmente estaban en la fe (2 Co 13:5). El profeta en Lamentaciones escribe, «examinemos nuestros caminos y escudriñémoslos, y volvamos al Señor» (Lm 3:40). La autoevaluación es buena, en especial cuando nos ayuda a ver el pecado en nuestro corazón —cuando nos ayuda a ver la verdad de nuestra condición caída—. Una buena autoevaluación nos recordará nuestra necesidad de un Salvador y nos apuntará al Evangelio de la gracia.
Sumidas en desesperación
Sin embargo, a veces podemos llegar muy lejos. Cuando la autoevaluación termina en nosotras mismas en vez de llevarnos más allá de nosotras, hay un problema. Una incorrecta autoevaluación nos mantiene centradas en nosotras mismas, en las cosas que debimos haber hecho, que debemos hacer y que haremos. Nos mortificamos en la culpa por nuestro pecado, nos avergonzamos de pecados que cometieron contra nosotras y caemos en remordimientos sobre lo que nos hubiese gustado que hubiese pasado.
Martyn Lloyd-Jones escribió que pensar demasiado y autoevaluarse, en realidad, podría fomentar y contribuir a la depresión espiritual.
Existe] el tipo de persona que tiende a estar siempre analizándose y analizando todo lo que hace, y a preocuparse por los efectos posibles de sus acciones. Este tipo de persona siempre vuelve al punto de partida, y siempre está llena de vanos arrepentimientos (Depresión espiritual, 17).
Él explica que existe una diferencia entre la autoexaminación, que es algo que debemos hacer, y la introspección, que es cuando la autoexaminación se transforma en algo que siempre hacemos.
Se espera de nosotros algún autoexamen periódico; pero cuando lo hacemos siempre y por costumbre, y ponemos nuestra alma en una mesa de disecciones, hemos caído ya en la introspección (17-18).
Cuando la introspección nos hace caer en la desesperación, ya no es más una autoexaminación, sino lo que Martyn Lloyd-Jones llama morbidez. Esta morbidez hace que centremos todas nuestras energías en nosotras mismas, transformándonos en personas egocéntricas —lo opuesto a lo que Cristo nos llamó a hacer cuando nos enseñó a poner a otros antes que a nosotras—. Como cristianas, debemos procurar el bien del otro por sobre el nuestro. Debemos poner nuestras fuerzas en amar y servir a otros, tal como Jesús lo hizo por nosotras (Fil 2:3-8).
Martyn Lloyd-Jones escribió esto porque quienes pensamos demasiado tendemos a la depresión espiritual, por lo que debemos conocer nuestras fortalezas y debilidades. Si tendemos a pensar demasiado y a autoevaluarnos en exceso, debemos ser cautelosas con esa tendencia y estar atentas. Es muy sabio conocer nuestras tendencias, ser conscientes de ellas y resistirlas.
Llevemos cautivos nuestros pensamientos
Para aquellas de nosotras que tendemos a autoevaluarnos en demasía, ¿qué debemos hacer cuando nos encontramos pensando demasiado?
No debemos escucharnos a nosotras mismas. Al contrario, debemos respondernos. Podemos llevar cautivos nuestros pensamientos; hablar la verdad de la Palabra de Dios a nuestros corazones, puesto que tiene el poder para cambiarnos y transformarnos. «Santifícalos en la verdad; Tu palabra es verdad» (Jn 17:17). Las mentiras pierden su poder frente a la verdad. Necesitamos saber de memoria la Palabra de Dios para que así esté siempre en la punta de nuestra lengua, lista para disparar contra las mentiras que escuchamos a nuestro alrededor —en especial aquellas dentro de nuestro propio corazón—.
El Evangelio no es algo a lo que respondemos una sola vez en nuestra vida en el momento de recibir la salvación. Al contrario, es algo a lo que respondemos y aplicamos a nuestra vida todos los días. Necesitamos predicarnos el Evangelio a nosotras mismas, recordándonos todo lo que tenemos en Cristo. Necesitamos recordar lo que Cristo hizo por nosotras en su perfecta vida, su muerte sacrificial y su triunfante resurrección. Nos aferramos a la preciosa realidad de que Dios, quien no escatimó a su propio Hijo sino que lo dio para todas nosotras, indudablemente nos dará todo lo que necesitamos (Ro 8:32). Cuando nos enfrentamos con nuestros pensamientos, necesitamos reprendernos y corregirnos con las verdades de lo que Jesús ha hecho, lo que está haciendo y lo que hará.
La gracia de Dios hacia nosotras
Cuando nuestros pensamientos nos traicionan y nos vemos consumidas pensando cosas como, debí haber hecho… y qué habría pasado si…, lo maravilloso es que Dios nos conoce. Él examina los pensamientos y las intenciones de nuestros corazones.
«Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes» (Sal 139:23)
Antes de que cualquier palabra llegue a nuestra lengua, él ya la conoce. Él conoce más nuestros corazones que nosotras mismas; él sabe la verdad de quiénes somos profundamente en nuestro interior. No obstante, ¡qué gracia más maravillosa! Dios nos mira y ve a nuestro Salvador. Él escucha nuestros pensamientos y acepta los pensamientos perfectos de Cristo en nuestro lugar.
«Hijitos míos, les escribo estas cosas para que no pequen. Y si alguien peca, tenemos Abogado para con el Padre, a Jesucristo el Justo» (1Jn 2:1).
Cuando nuestros pensamientos se vuelven introspecciones y fallamos al recordar la gracia de Dios, él continúa dándonos más gracia. Es más, la gracia de Dios no depende de nuestros pensamientos sobre Dios, sino de sus pensamientos sobre nosotras.
«No temas, porque Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre; Mío eres tú» (Is 43:1).
Es bueno autoexaminarnos. Debemos conocer nuestros pensamientos y acciones. Sin embargo, traspasamos el límite cuando eso se transforma en lo único que pensamos. Si tienden a pensar demasiado, conózcanse a ustedes mismas, conozcan sus tendencias, pero más importante aun, conozcan la verdad: Jesús murió por las ansiedades que provocan los pensamientos como, qué hubiera pasado si… y él no permitirá que se suman en la desesperación cuando se aferren a sus preciosas promesas.