Hace unos cinco años, pasé meses trabajando en la propuesta de un libro. Diferentes amigos dedicaron semanas a ayudarme en la edición. Al presentarlo, fue rechazado por más editoriales de las que quisiera contar. Desde esa vez, el libro ha permanecido olvidado, guardado en las profundidades de los archivos de mi computador —y si fuera posible, acumulando polvo—.
Recientemente, le comentaba a una amiga que una de las cosas más difíciles de escribir es cuando una de tus creaciones no se lee. Cuando paso horas escribiendo la oración correcta; cuando mi corazón y mi mente se han involucrado en cada párrafo y nadie los lee, todo el tiempo, el esfuerzo y la energía parecen una pérdida; es decepcionante y desalentador.
Sin embargo, no es sólo en esta área donde gasto energía y nadie lo nota. Existen incontables cosas en las que trabajo a lo largo del día que pasan inadvertidas para aquellos que me rodean. La ropa que doblo y guardo, por ejemplo; las cosas que recojo del suelo y luego pongo en el lugar que corresponde; el tiempo y el esfuerzo que invierto en el corazón y crecimiento espiritual de mis hijos; las oraciones intercesoras que hago por otros.
Muchas de las cosas que hago y en las que pongo mucho esfuerzo pasan desapercibidas. Cosas en las que invierto y que quizás nunca vea fruto en ellas: tomo decisiones y hago elecciones en beneficio de quienes me rodean; sacrifico tiempo y me esfuerzo para servir y proveer a otros. A veces me aburro y me pregunto, ¿valdrá la pena?
Amigas, probablemente ustedes también se aburren. Después de cambiar cientos de pañales, de limpiar la casa al final de cada día sólo para tener que volver hacerlo al día siguiente, de trabajar duro en un lugar donde pareciera que a nadie le importa lo que hacen, de ayudar a personas desagradecidas, o de escribir palabras que nadie lee, pueden comenzar a pensar, ¿para qué molestarnos?
No obstante, ésta es la verdad: Dios sí ve.
Todas las cosas que son hechas en su nombre y para su gloria nunca son una pérdida. Esto abarca la ropa que doblamos, la comida que preparamos, y todos los actos de servicio rutinarios y silenciosos que hacemos por nuestra familia. De igual forma, incluye los esfuerzos por hacer lo correcto cuando sería más fácil no hacerlo; el trabajo duro incluso cuando a nadie más le importa; las oraciones incesantes con un corazón postrado; e incluso, el montón de palabras que están guardadas en mi disco duro. Todo trabajo hecho para Dios es bueno, ya sea que alguien lo vea o no.
Esto es lo que estamos llamadas a hacer, “entonces, ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). “Y todo lo que hagan, de palabra o de hecho, háganlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por medio de él a Dios Padre” (Colosenses 3:17). Trabajamos para la gloria y la fama de Dios, no para la nuestra. No lo hacemos para la alabanza y los elogios del hombre, sino que para nuestro Salvador.
Trabajamos duro porque Cristo trabajó primero por nosotros. Su obra santa, perfecta y justa al obedecer la ley en nuestro lugar nos fue dada a nosotros. Su obra sacrificial por nosotros en la cruz pagó nuestro castigo. Su obra abrió camino para todo el trabajo que hacemos, lo que se ve y lo que no, lo rutinario y lo extraordinario, lo aburrido y lo interesante, lo fácil y lo difícil. Debido a la obra que Cristo hizo en nosotros, todo nuestro trabajo es hecho por medio de él y para él.
“Así debes comportarte hoy, y todos los días; pues perteneces completamente a Aquel que te amó y se dio a Sí mismo por ti. Deja que el amor de Cristo te constriña en este sentido: toma el yugo de Cristo y por una vez siente que eres su posesión, comprada con su sangre, y su sirviente para siempre, porque por fe Él se ha hecho nuestro y nosotros suyos. Debemos vivir como hombres de Cristo tanto en los pequeños asuntos como como en los grandes; ya sea que comamos o bebamos, o lo que sea que hagamos, debemos hacerlo para la gloria de Dios, dando gracias a Dios Padre por medio de Jesucristo. Por consiguiente, verás, la fe en Aquel que se dio a Sí mismo por nosotros nos lleva a gastar nuestras energías a su servicio y a hacer un trabajo normal con ojos puestos en su gloria y, de esta manera, por nuestra fe en el Hijo de Dios, nuestra vida adquiere color y sabor”. –Charles Spurgeon
Dios promete que nuestro trabajo para él no será un desperdicio, “porque el que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción, pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. No nos cansemos de hacer el bien, pues a su tiempo, si no nos cansamos, segaremos. Así que entonces, hagamos el bien a todos según tengamos oportunidad, y especialmente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:8-10). Además, tenemos la garantía de que la obra que él está haciendo en nosotros y por medio de nosotros será completada cuando regrese Cristo, “estoy convencido precisamente de esto: que el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Filipenses 1:6).
Por tanto, amigas, si están trabajando duro para el Señor, no se den por vencidas; no se desesperen. Todo su trabajo hecho para la gloria de Dios se está acumulando como tesoros eternos que sobrepasan por mucho cualquier halago o reconocimiento aquí en la tierra. Ninguno de ellos es un desperdicio o una pérdida. Su fidelidad en silencio en todas las cosas, incluso en las que no se ven, en la monotonía y en la rutina, lo ve nuestro Padre en el Cielo. Así que permitan que la obra santa y sacrificial de su Salvador por ustedes sea su motivación y gozo para servir.