Ploc. Ploc. Ploc.
Estaba preparando la cena una noche y escuché gotear el grifo de la cocina. Hice un arreglo rápido y superficial en la manija y se detuvo. Al día siguiente, nuevamente empezó a gotear e hice lo mismo.
Ploc. Ploc. Ploc.
En los últimos días, el goteo del grifo continuó aumentando. Necesité hacer más y más «arreglos» rápidos y superficiales con la manija antes de que finalmente se detuviera.
Luego una mañana, mi hijo escuchó el sonido del goteo, no en la cocina, sino que en el sótano. Descubrimos que las placas del techo estaban saturadas de agua y un chorro de agua caía corriendo por las paredes hacia la alfombra.
Esa pequeña gota se transformó en un gran chaparrón que llovió y provocó un gran problema.
¿Acaso no se parece mucho al pecado?
A menudo vemos lo que pensamos que son pequeños pecados en nuestras vidas y no hacemos caso de ellos; los pasamos por alto; los manejamos; pretendemos que no están ahí. Sin embargo, no existe tal cosa del pecadito y pronto lo que parece ser algo pequeño se transforma en algo grande dentro de nuestros corazones.
Un pequeño problema con darse un atracón viendo un programa todas las noches podría revelar un gran problema con el ídolo de la comodidad.
Un pequeño comentario sarcástico podría esconder un problema más profundo con la amargura, la envidia o el orgullo.
Un pequeño gasto extra podría esconder un problema más profundo con el materialismo.
Un poco de trabajo extra podría reflejar un ídolo profundamente enraizado de éxito y aprobación.
Un poco de comparación crece, llegando a ser envidia y descontento.
Un poco de chisme se convierte en discordia y desunión.
Un poco de frustración llega a ser en enojo.
Entiendes el punto.
A los ojos de Dios, no existe tal cosa del pecadito. Primero que todo, el pecado es pecado. Dios es santo y justo, y nada que no sea santo y justo puede permanecer frente a él. Un pecado es suficiente para mantenernos lejos de él. Cuando pienses en el hecho de que pecamos más de una vez, innumerables veces durante el día, nuestro problema con el pecado no es algo pequeño en lo absoluto. Como R.C. Sproul escribió en su libro La santidad de Dios: «El pecado es una traición cósmica en contra de un Soberano puro y perfecto. Es un acto de suprema ingratitud hacia aquel a quien le debemos todo, a quien nos ha dado la vida misma… El pecado más pequeño es un acto de desafío contra la autoridad cósmica… Es un insulto a su santidad» (pp. 98, 99).
En segundo lugar, el pecado nunca permanece pequeño. Como una maleza, crece; se esparce y se multiplica. «¿No saben que un poco de levadura fermenta toda la masa?» (1Co 5:6). Produce otros pecados. Como una enredadera invasiva, se tuerce alrededor de tu corazón, ahogando tu vida. Como un bosque cubierto de enredaderas, nos bloquea la luz de la vida. El pecado desatendido o ignorado destruye todo a su camino.
Afortunadamente, estábamos en casa ese día cuando se comenzó a llover el sótano. Si no hubiésemos estado, el daño habría sido peor. Las filtraciones en una casa son graves, incluso las pequeñas. De la misma manera, en nuestras vidas, no existe tal cosa del pecadito. Como el predicador puritano John Owen advirtió: «mata al pecado o el pecado te matará a ti».
El apóstol Pablo se refirió a matar al pecado como «desechar» el pecado. Él instruyó a la iglesia de los colosenses: «Si ustedes, pues, han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque ustedes han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios» (3:1-3). Por medio de la fe en Cristo somos justificados. Estamos unidos a él en su perfecta vida, muerte y resurrección. Esto significa que morimos con Cristo a nuestra vieja vida y hemos resucitado a una nueva vida en él. Somos nuevas creaciones. «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas» (2Co 5:17). Por lo tanto, debemos desechar a nuestro viejo yo; debemos mortificar nuestro pecado. Pablo, luego, enumera esos pecados que necesitamos «desechar» o mortificar (Col 3:5-9).
En otra parte, Pablo nos dice cómo mortificar el pecado: «por el Espíritu» (Ro 8:13). Es el Espíritu que lleva a nuestros corazones muertos a la vida, dándonos un corazón de carne. Él obra en nosotros para mortificar el pecado y para producir en nosotros el fruto de la justicia. Él nos convence de nuestro pecado, nos lleva al arrepentimiento, nos entrena en obediencia y nos enseña a depender de la gracia de Dios. Su arma de elección en la matanza de nuestro pecado es la Palabra de Dios. Él está vivo y activo mientras discierne los pensamientos y las intenciones de nuestros corazones (Heb 4:12). A medida que leemos y estudiamos la Palabra, nos santifica (Jn 17:17). Como John Owen escribió: «El Espíritu Santo es nuestra única suficiencia para la obra de la mortificación. Él es el único gran poder detrás de ella y él obra en nosotros como él dispone… Quienes buscan mantener el pecado derrotado sin la ayuda del Espíritu, trabajan en vano».
Quizás si me hubiera dado cuenta de la importancia del pequeño goteo en mi fregadero, ahora no tendría el daño en mi sótano. ¡Cuánto más es esto verdad respecto al pecado! No existe tal cosa como el pecadito. No podemos pasarlo por alto o subestimar su poder destructivo en nuestras vidas. Por la gracia de Dios, no quedamos solos peleando contra él por nuestra cuenta. Busquemos la ayuda del Espíritu para reconocer el pecado en nuestra vida y mortificarlo.