Uno de los regalos más grandes de vivir más allá de la mediana edad es la oportunidad de tener conexiones significativas con mujeres más jóvenes. Por medio de conversaciones sobre la fe, la crianza o los desafíos del ministerio, escucho sus esperanzas de tener matrimonios más fuertes y empatizo con su desánimo debido a la privación del sueño a causa de cualquier desafío de disciplina que sus hijos están infligiendo. Agradezco cuando me desafían con su profundo deseo de convertirse en seguidoras de Cristo más confiadas y en estudiantes de la Palabra de Dios.
A medida que nos visitamos, ya sea en los livings o en los estacionamientos de la iglesia, también me noto a mí misma examinando mis respuestas a sus rostros sin arrugas, uñas perfectas y elecciones de clóset tan diferentes a las mías. Estoy agradecida de que nada de la apariencia se interponga en mi camino ahora, pero hubo un tiempo en que sí lo habría hecho. Tristemente, mi yo de veintitantos se habría intimidado por la belleza y los logros de estas queridas mujeres ¡y me habría perdido el regalo de su amistad!
Guerra de mamás
La segunda ola del feminismo podría haber jugado un rol importante en traer equidad al lugar de trabajo y a los espacios educacionales, pero también promovió un espíritu de competencia entre las mujeres que estaban llegando a cierta edad en los 70 y a principio de los 80. La competencia por el mismo reducido grupo de empleos y oportunidades hizo poco para fomentar la colaboración y el apoyo mutuo, dejando a una generación de mujeres sin amigas, solas y reticentes a confiar en las únicas personas en la sala que podían comprender y empatizar con sus desafíos.
Me avergüenza admitir que aun después de que me convertí en madre a los 31 años y dejé atrás el trabajo, llevé esa inseguridad a mis relaciones con otras madres. El mundo ha cambiado en tantas maneras desde entonces, pero las guerras de mamás continúan en pleno apogeo. Aun cuando Dios siempre ha tenido la intención de que nosotras nos apoyemos y nos animemos mutuamente como hermanas en Cristo, tristemente, a veces actuamos como la iglesia faccional de Corintio con divisiones entre nosotras, divisiones que se convierten en muros de separación.
Incluso en la iglesia local, el conflicto estalla sin ser visto en las mentes de las madres que permiten que sus decisiones se conviertan en su identidad. Y con tantas opciones disponibles, existen infinitas maneras para que nos dividamos. Las mamás que trabajan se sienten juzgadas por las mamás que se quedan en casa, mientras que las mamás que se quedan en casa se sienten menospreciadas. ¿Cuál es la manera «correcta» de alimentar a un bebé? ¿De tener un bebé? ¿Se debe optar por la epidural o seguir adelante sin ayuda para dar a luz? ¿Todas debemos educar a nuestros hijos en casa para protegerlos de las influencias impías o debemos enviarlos para ser sal y luz en el sistema educacional público? Aun dentro del campo de la educación en casa, hay subdivisiones y si quieres comenzar una conversación enérgica, sólo menciona los preparativos para dormir o los métodos de disciplina.
Cuando conectamos nuestra identidad y nuestro valor a nuestras decisiones de crianza, revelamos una comprensión insuficiente de nuestra humanidad y una visión empobrecida del Evangelio.
Salva por gracia, no por la maternidad
En su Sermón del Monte, Jesús les ofrece a las mujeres una alternativa más saludable para este camino de soledad, de falta de amigas y de ansiedad: «por eso, todo cuanto quieran que los hombres les hagan, así también hagan ustedes con ellos, porque esta es la ley y los profetas» (Mt 7:12).
En el Reino de Dios, donde las acciones correctas por las razones correctas son el objetivo, donde consideramos a otras mejores que a nosotras mismas, expandimos nuestra visión más allá de lo que deseamos que otros hagan por nosotras. Vamos primero a hacer el bien. Cuando consideras a la mamá de tu estudio bíblico, de tu vecindario o incluso de tu familia extendida, ¿cómo tu actitud hacia ella cambiaría si asumieras que, como tú, ella ama a su hijo y está haciendo lo que ella piensa que es lo mejor para él? La flamante bandera blanca que terminaría con las guerras de mamás comienza con un corazón que asume de otros lo que tú deseas que otros asuman de ti.
¡Cuán liberador es darse cuenta de que nuestras decisiones de crianza no nos definen! Como mujeres, somos portadoras de la imagen del Creador del universo. Nuestra identidad no está atada a nuestra maternidad (y nuestras decisiones sobre cómo criar a nuestros hijos no necesitan ponernos en un campo o categoría particular). Es una forma de obras de justicia cuando imaginamos que nuestras colaciones saludables, prácticas consistentes de dormir y la cantidad de tiempo leyendo en voz alta a nuestros hijos se amontonan para hacernos más justas que la mamá de las golosinas que deja a sus hijos pasar mucho tiempo frente a la pantalla.
Nuestro valor ha sido establecido por toda la eternidad en la obra de Cristo por nosotras (Ef 1:3-4). Como hija de Dios, no eres menos si tu hijo no se levanta de madrugada a practicar violonchelo mientras mueles el grano para hacer el cereal del desayuno.
Las mamás de todas las edades y etapas pueden caerse del caballo de Lutero por ambos lados insidiosos —ya sea con la orgullosa certidumbre de que lo has hecho perfecto en la maternidad o con el temor lleno de vergüenza de que casi has arruinado a tus hijos—. (Puedo recordar experimentar ambas emociones como joven madre —¡y a menudo en el mismo día!—).
Mide con gracia y gratitud
Tristemente, cuando insistimos en comparar nuestra maternidad, ministerio, apariencia o decisiones de carrera con otra mujer, siempre nos quedamos cortas porque nos exigimos un estándar irrealista. Nuestra imaginación crea una situación en la cual se siente imposible estar contentas debido a que estamos continuamente luchando para estar a la altura en cada frente como la madre imaginaria «perfecta» de Instagram. Las redes sociales les entregan a las mujeres un criterio roto para medir nuestro desempeño y nuestro valor. La vida real es cruda e imperfecta. A diferencia de las imágenes brillantes en nuestros teléfonos que alimentan el descontento, requiere mucha gracia.
Necesitamos medirnos a nosotras mismas y a otras con gracia y gratitud, con el estándar de la sabiduría de la Palabra de Dios. Jesús habló sobre esta medida en su Sermón del Monte. Él advirtió: «porque con el juicio con que ustedes juzguen, serán juzgados; y con la medida con que midan, se les medirá» (Mt 7:2). ¿Cómo podría nuestra medición de mamás ser más misericordiosa si es que nos apegamos a los estándares de la Palabra de Dios y permitimos la libertad de elección donde Él lo hace? ¿Y cómo podría la gratitud por la obra de Dios en y a través de otras mujeres (en y a través de nosotras) atenuar nuestras comparaciones críticas?
La identidad por la comparación es un juego sin ganadores, pero es un hábito que muchas de nosotras damos por sentado. Puede que se haya convertido en nuestro método para medir nuestro valor en el mundo, nuestra contribución al cuerpo de Cristo e incluso en nuestro rol como esposas y mamás en nuestras familias. Si, como Theodore Roosevelt supuestamente dijo: «la comparación es el ladrón del contentamiento», el apóstol Pablo exitosamente derribó al ladrón contra el suelo: «he aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación» (Fil 4:11).
En la misma carta, Pablo aborda un conflicto entre Evodia y Síntique, dos mujeres prominentes de la iglesia enfrascadas en un conflicto. Él les suplica a las dos tener la misma mente en el Señor, a estar «firmes» (Fil 4:1-2). Sólo podemos imaginar lo que hay detrás de su conflicto, pero la reprensión de Pablo a la unidad las animó a valorar su relación como compañeras en el ministerio y a aprender las unas de las otras en humildad. Como ellas, nosotras somos una en el Señor y una con la otra. Nuestros nombres están escritos juntos «en el libro de la vida». Somos llamadas a «comparti[r] [nuestras] luchas en la causa del Evangelio», no a dividirnos ni a competir por nuestras circunstancias.
Baja tus armas
Si te preguntas cómo dejar tus armas y dejar de pelear en la guerra de mamás, está es una pregunta indagatoria que puede ayudarte a comenzar: ¿cuándo fue la última vez que entraste a una habitación llena de mujeres y disfrutaste con todas? ¿Las habladoras y las más reticentes? ¿La líder que se hace cargo y la amorosa con su don de ayuda? ¿La que está perfectamente peinada y con las uñas hechas y la que no se maquilla ni siquiera un poco?
Superar nuestra tendencia natural a compararnos, contrastarnos y encontrarnos a nosotras mismas (o a otras) deficientes requiere un compromiso firme con la verdad de que Dios nos formó única a cada una antes de que naciéramos (Jer 1:5). Superar la envidia y la competencia requiere una gratitud feroz por nuestro propio conjunto de equipamiento físico, intelectual y espiritual dado por Dios, así como por el de nuestras hermanas.
Las mamás más mayores, por gracia, podemos modelar un compañerismo saludable. Podemos olvidar hábitos no útiles de competencia o comparación a medida que aprendemos a confiar en otras mujeres y a agradecer a Dios por el regalo de la amistad femenina. Las mujeres de todas las edades pueden aprender a fomentar un espíritu de contentamiento al ser cuidadosas con el consumo de redes sociales y al entrar valientemente a espacios donde las mujeres puedan conocerse en conversaciones cara a cara o en el ministerio codo a codo. Podemos comprometernos a la práctica saludable de celebrar las decisiones y los logros de otras mujeres mientras cumplen su propósito único en el Reino de Dios.
Michele Morin © 2024 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.

