“Ustedes saben que eso no se hace”. A veces, digo esto cuando mis hijos hacen algo realmente terrible. “¿Cómo se les ocurre pintarse la oreja con un marcador? Ustedes saben que eso no se hace”. También cuando los regaño, “no se quiten los juguetes entre ustedes. Saben que no se hace”.
Esta frase es educativa, pues quiero recordarles a mis hijos que deben mostrar la madurez que sé que han alcanzado.
Lamentablemente, la mayoría de las veces, el tono que uso es altivo e irritable. Si hubiese escrito las cosas que dije en esos momentos, hubiese usado emoticones enojados.
En esas ocasiones llenas de frustración, lo que realmente quiero decir con “sabes que eso no se hace” es que en ese instante no hay gracia disponible para mis hijos. En vez de maravillarnos juntos de la gracia que todos necesitamos de Dios, les transmito un poco de la culpa a sus jóvenes consciencias para que carguen con ella.
Acumular culpa y culpar a otros
Mi pecado favorito es culpar a otros cuando me equivoco y éste me lleva a acumular culpa en mí. No quiero aceptar la responsabilidad que tengo al descuidar mi labor de guiar a mis hijos cuidadosamente lejos de los problemas.
Una de esas situaciones ocurrió ayer, cuando envié a mi hija de tres años sola al baño en vez de ayudarla. La intensidad de su tambaleo me indicaba que probablemente iba a ocurrir un accidente si es que alguien no la llevaba a la bacinica inmediatamente. Segundos más tarde, cuando me avisó desde el baño que no había alcanzado a llegar, adivina qué dije.
Por la gracia de Dios, no le dije, “eso no se hace”. En vez de reprender a mi hija, me dije a mí misma: “tú sabes que eso no se hace”.
“Es mejor”, pensé, “echarme yo la culpa en vez de culparla a ella. ¿Qué clase de madre soy?” Sin embargo, en vez de que ese remordimiento me liberara para servir a mi hija con alegría por el resto de la tarde, mi mente seguía reviviendo ese momento. En lugar de verme obligada por el amor de Dios a criar a mis pequeños hijos que necesitan de mi confianza y dirección constantemente, yo me revolcaba en la autocompasión.
Estaba desconectada emocionalmente de ellos y paralizada por la culpa: “¿Qué clase de madre es esta mujer egoísta? ¡Yo sé que esto no se hace!”
No obstante, el solo hecho de que yo “sepa que esas cosas no se hacen” no significa que yo viva correctamente o ame perfectamente a mi prójimo. Por esta razón, necesito de la gracia.
Si envuelvo mi alma con el parche de falso consuelo de que “sé que eso no se hace” para confirmar que realmente soy perfecta (aun cuando recién olvidé amar a mi prójimo), entonces no me estoy regocijando en el evangelio de la gracia. Estoy diciendo que no necesito de la gracia, sólo necesito que me recuerden que me comporte de la mejor forma que sé que puedo.
Sin embargo, el evangelio habla de Jesús, quien es el único que verdaderamente amó a su prójimo. Al contrario, nosotros estamos totalmente corrompidos por el pecado; sin la gracia común de Dios ni siquiera “sabemos comportarnos”.
Por medio de la fe en la gracia de Dios que me mostró en la cruz, puedo ver que mi pecado ha sido borrado por la preciosa sangre de Cristo.
Como alguien que quiere regocijarse en la sangre de Cristo que cubre todos mis pecados, tengo un par de preguntas que hacerme a mí misma:
- ¿Por qué trato de pelear para que Cristo me devuelva un poco de la vergüenza que él sufrió en mi lugar?
- ¿Por qué vuelvo a tomar el peso de mi culpa que Cristo soportó en la cruz, sólo para seguir una sombra de dignidad basada en mi propia justicia?
- ¿Por qué prefiero apenarme por mi pecado favorito de culpar a otros en vez de caminar en la nueva vida que tengo en Cristo?
- ¿De verdad pienso que mi pecado está lejos del alcance de la gracia transformadora de Dios?
- ¿De verdad me atrevo a sugerir que la obra de Cristo en la cruz no es suficiente para cubrir mis debilidades, mis locuras y mis fracasos como madre?
- ¿De verdad me atrevo a devolverle a Dios su declaración de sentencia —“¡Esta pecadora es JUSTIFICADA!”— para continuar vagando un rato más en el Purgatorio de las mamás?
Segura de mi Garante
Mi seguridad no está basada en “saber cómo comportarme” ni en creer que lo haré mejor si es que se me da la oportunidad. Ni un poco de autocompasión o de buenas intenciones puede eliminar mi pecado ante un Dios santo.
No, tengo un Garante que me representa, alguien que tomó voluntariamente la completa responsabilidad legal por mi gran deuda debido a mi pecado contra Dios. Jesús es mi garante (Hebreos 7:22). Ahora él está ante el trono de Dios —Jesús se sacrificó derramando su sangre por mis pecados, y así intercede para que podamos recibir la gracia de Dios (Hebreos 12:24)—. En él tengo certeza de que hoy recibo su completo perdón y de que mañana habrá más gracia para mí.
Levántate, alma mía, levántate
Decir, “¡cómo pude ser tan tonta!” para autojustificarme es una forma pobre de gracia en nuestras vidas. No me ofrece nada para el mañana, sino que lo llena de culpa.
Pero las noticias liberadoras del evangelio dicen que Jesús nos amó perfectamente en la cruz y que redime nuestros errores . . . estas son noticias de otro tipo: son buenas noticias.
Ahora con gozo lleno de fe, podemos regocijarnos en Dios cuando pensamos en “¡cómo pudimos ser tan tontas! ¡Miren la gracia que él nos ha mostrado por medio de su Hijo!”
La sangre de Jesús nos perdona nuestra gigantesca deuda por el pecado, y nos libra de las cadenas de la ilusión de nuestra propia justicia. Somos libres para andar en el amor de Dios y para amar a nuestro prójimo con la fortaleza que él entrega.
Podemos cantar con Charles Wesley, “¡Levántate, alma mía, levántate; líbrate de tus miedos y culpas y levántate!”
Cuando nos levantemos, lo haremos con Dios, acercándonos a su trono con confianza para pedir la gracia que se nos ha garantizado en Cristo. Entonces, por la gracia de Dios podemos extender esa gracia a nuestros hijos.