Siempre me ha incomodado la idea de perdonarse a uno mismo. Primero, porque no encuentro sugerencia alguna de tal idea en la Biblia y segundo, porque me parece ilógico. Para que haya perdón, tiene que haber un ofensor y una víctima.
Sin embargo, después de los fallecimientos de dos personas muy cercanas, me encontré sintiendo la necesidad de perdonarme a mí misma. Me atormentaba con preguntas como, ¿por qué hice tal cosa y por qué no hice esa otra?, ¿por qué dije tal cosa o no dije esa otra?
La muerte pone un fin tan brusco y definitivo a las relaciones. No había cómo arreglar las cosas y sentí la necesidad de perdonarme a mí misma. Mi teología me decía que mi problema no estaba en perdonarme, si no más bien en que no estaba confiando suficientemente en el perdón de Dios; no obstante, mis sentimientos me decían otra cosa.
Es una maravilla que, en la disciplina de la lectura bíblica diaria, Dios nos habla con frescura. Estuve leyendo 1 Corintios 4, donde el apóstol Pablo encuentra necesario defender su ministerio, pero insiste en que el juicio por el cual tiene que preocuparse es el de Dios, no el de los hombres, sus lectores. Y ahí, simplemente Pablo agrega las palabras que fueron tan preciosas para mí: «ni aun yo me juzgo a mí mismo» (1Co 4:3).
Con eso, ¡Dios me sanó! Mi problema no era que tenía que perdonarme a mí misma. Yo me estuve juzgando a mí misma y eso no me corresponde, de la misma manera que no me corresponde juzgar a mis hermanos, ¡no es mi trabajo!
Y así, he encontrado que Dios es un juez infinitamente más generoso y amoroso que yo, pues él puso el juicio que debía ser contra mí sobre su amadísimo Hijo, Jesús.

