Imitadoras desde el nacimiento
Cuando estaba en séptimo grado, quería ser igual que mi amiga Meg. Meg tenía pelo rubio y brillante que caía perfecto en un corte estilo paje. Tenía unos vestidos envidiables. Era divertida, inteligente y popular. Escuchaba buena música y llevaba el bolso correcto. Tenía una bella figura y un bronceado del color de la miel. Sabía cosas sobre maquillaje. Ella era casi la perfección andante.
Por lo tanto, hice lo que muchas chicas en la escuela secundaria hacen: me hice un corte de pelo estilo paje. Recorrí las tiendas en busca de liquidaciones de vestidos que se parecieran a los que usaba Meg, que eran los que podía costear con el dinero que ganaba como niñera. Cambié mi forma de hablar y mis gustos musicales para que coincidieran con los de ella. Incluso intenté aprender a caminar con el mismo paso que ella tenía. Estudié todo aquello que hacía especial a Meg y luego intenté imitarlo hasta el más mínimo detalle. No importaba que yo fuera unos quince centímetros más alta que ella, que tuviera la piel blanca y pecosa, y todas las curvas de una niña de diez años. Hice un estudio profundo sobre ella e hice todo lo que estaba en mi poder para conformarme a su imagen.
Con frecuencia pienso sobre ese periodo en mi vida, tanto en lo que hice bien como en lo que hice mal. En realidad fui muy buena para reconocer lo que hacía falta para imitar efectivamente a alguien, y prestar atención a sus atributos. Incluso tenía razón al querer imitar la perfección. Pero estaba equivocada al pensar que podía encontrarla en otro humano.
Nosotras, como seres humanos, somos imitadoras. Desde el momento que somos bebés, imitamos a aquellos que nos rodean. A veces imitamos activamente, como cuando quise convertirme en Meg. Otras veces imitamos pasivamente, como cuando nos damos cuenta, algo tarde, de que nos estamos convirtiendo en nuestras madres. ¿Podría ser que fuimos diseñados de esta manera por alguna razón? ¿Que nuestra tendencia a imitar en realidad tiene la intención de ser para nuestro bien?
Efesios 5:1 nos indica que seamos «imitadores de Dios como hijos amados». Los hijos que saben que son amados imitan a sus padres movidos por la adoración. Quieren ser como ellos. Y esta es la forma en que estamos llamados a imitar a nuestro Dios perfecto: no por un deseo servil de escuela secundaria de querer ser mejores o diferentes de lo que somos realmente, sino por un gozoso reconocimiento de que Él es hermoso y completamente digno de imitación.
Pero debes saber esto: no lo imitaremos por accidente. Sin duda, seremos como nuestras madres sin mucho esfuerzo, pero no nos despertaremos dentro de diez años y descubriremos que, de forma pasiva, hemos asumido el carácter de Dios.
Imitación activa
La imitación de Dios ocurre de la misma manera que me ocurrió en la secundaria. Solo que esta vez tenemos un objeto mucho más digno. Así como hice un estudio de mi amiga, debemos hacer un estudio de nuestro Dios: lo que Él ama, lo que Él odia, cómo habla y actúa. No podemos imitar a un Dios cuyos rasgos y hábitos nunca hemos aprendido. Debemos hacer un estudio de Él si queremos llegar a ser como Él. Debemos buscar su rostro.
Hay muchas buenas razones para invertir en aprender la Palabra de Dios, pero no hay ninguna mejor que esta: con cada esfuerzo con propósito, con cada lectura con perspectiva, con cada paso paciente hacia adelante, con cada intento de seguir un proceso ordenado, con cada porción de la Escritura impregnada con oración, nos acercamos a su rostro, nos acercamos más directamente al resplandor de su rostro. Lo vemos por quién es Él, lo que ciertamente es una recompensa en sí misma, pero es una recompensa con el beneficio secundario de ser alterado para siempre por esta visión.
Llegamos a ser lo que contemplamos. ¿Crees eso? Ya sea de manera pasiva o activa, llegamos a conformarnos al patrón al que le dedicamos la mayor parte del tiempo estudiando.
¿Sobre qué está puesta tu mirada? ¿Tu cuenta bancaria? ¿Tu balanza de baño? ¿El próximo galardón de tu hijo? ¿Tu cocina soñada? ¿La última serie de televisión de gran éxito? ¿Tu teléfono? A causa de la naturaleza de esta vida, debemos luchar diariamente para ver lo que realmente trasciende. Muchas cosas reclaman legítimamente nuestra atención, pero cuando nuestros ojos están libres del niño de dos años, de la hoja de cálculo, del libro de texto o de los platos de la cena, ¿adónde los dirigimos? Si pasamos nuestro tiempo mirando solo cosas menores, seremos como ellos, y mediremos nuestros años en términos de la gloria humana.
Tenemos dos opciones
Pero tengo buenas noticias: Aquel a quien más necesitamos contemplar se ha dado a conocer. Él ha trazado con delicadeza las líneas y los contornos de su rostro. Lo ha hecho en su Palabra. Debemos buscar ese rostro, aunque los bebés sigan llorando, las cuentan sigan aumentando, las malas noticias sigan llegando sin previo aviso, aunque las amistades crezcan y se debiliten, aunque la facilidad como la dificultad debiliten nuestra santidad, aunque otros mil rostros se amontonen por nuestros afectos y mil voces reclamen nuestra atención. Al fijar nuestra mirada en ese rostro, intercambiamos la mera gloria humana por la santidad: «[…] contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria» (2Co 3:18).
Realmente hay solo dos posibilidades en esta vida: ser conformada a la imagen de Dios o ser conformada al patrón de este mundo. Sin duda, tú quieres lo primero. Pero ten cuidado: la Palabra es viva y eficaz. Te conformará al dividirte y en esa división, milagro de milagros, te hará completa. Llegamos a ser lo que contemplamos. No sé tú, pero yo tengo mucho «que llegar a ser». Hay una inmensidad entre lo que soy y lo que debo ser, pero es una inmensidad capaz de ser abarcada por la misericordia y la gracia de Aquel cuyo rostro me es más necesario contemplar. Al contemplar a Dios llegamos a ser como Él.