«Las chicas felices son las más lindas». —Audrey Hepburn
Crecí con un papá que me decía —frecuentemente— que era hermosa, lo cual desafiaba la tradicional idea de que las hijas que oyen esto definen su valía por su apariencia. No es mi caso. Eso es probablemente porque también me decía que era inteligente, capaz y una acompañante entretenida. De alguna forma le creía, pero no la parte de la belleza. Ni siquiera un poco.
Cuando él me lo decía acercándose para abrazarme, yo reaccionaba con escepticismo pensando «solo cree eso porque es mi papá». Mi suscripción a la revista mensual Diecisiete me recordaba fielmente que, en realidad, no era hermosa en absoluto. Mi cabello era recto como un palo (una debilitante desventaja para la moda de los ochenta), no tenía una bonita piel y tenía la espalda de un jugador de fútbol americano en una época en que comúnmente la ropa de las mujeres traía hombreras —aparentemente con el único propósito de acentuar mi monstruosidad—. No tenía más curvas que los chicos de trece años que tanto ansiaba que me sacaran a bailar, y junto con eso, mi gigantesca estatura debía parecerles amenazante. Claramente, mi papá era iluso.
Pero él era la mejor clase de iluso. Era la clase de iluso que toda hija necesita. Veía en mí algo que el espejo no veía, y con regularidad y fidelidad me declaraba hermosa pese a todas las mediciones objetivas externas.
Sin duda, deberíamos decirles a nuestras hijas que son fuertes y capaces, que sus mentes son dones que deben utilizar, que sus imaginaciones son herramientas a implementar y que sus cuerpos son vehículos para llevar a cabo lo bueno. Sin embargo, también sostengo que deberíamos decirles que son hermosas. Todo el tiempo. Aunque no se lo traguen. Confía en mí cuando te digo lo siguiente:
Cuando te diga que está gorda, dile que es hermosa.
Cuando te diga que es poco atractiva, dile que es hermosa.
Cuando te diga que es demasiado X o no lo suficientemente Y, dile que es hermosa.
Cuando te diga que nadie querrá jamás salir con ella, dile que es hermosa.
Cuando no diga nada en absoluto, dile que es hermosa.
No te creerá más de lo que tú o yo les creímos a nuestros propios padres y madres. Sin embargo, lo oirá de alguien que lo dice sinceramente, sin segundas intenciones. Lo oirá primero de ti, y eso es importante.
Porque tú no quisieras que primero lo oyera de otros labios. Si nuestra admiración incondicional deja de regar el suelo de la autoestima de nuestras hijas, las enviaremos a un mundo que estará feliz de satisfacer esa tierra seca con alabanzas condicionales. ¿Qué pasaría si la primera persona que le dijera que es hermosa fuera un tipo deshonesto que conociera en su clase? Haz que florezca bien regada por tus cumplidos, ofrecidos sin más razón que el puro gozo de conocerla.
Cuando le dices que es hermosa, tu hija sabe que lo que quieres decir es «Tú eres hermosa para mí». Y aunque inicialmente pueda parecerle la mentira más bien intencionada que le hayan dicho, con el tiempo llegará a reconocerla como la verdad más básica que alguna vez te oiga decir: «Sin importar lo que cualquier otro vea cuando te mira, cuando yo te miro, te veo a ti y digo que lo que veo es hermoso. Fin».
Te veo. Te amo. Te conozco. Eres hermosa. Para mí.
Nos volvemos más hermosos cuando hay una relación de conocimiento. ¿Quién de nosotros no ha conocido a una persona que al principio parecía poco atractiva, pero que, luego de conocerla mejor, nos llegó a parecer hermosa? Tu hija percibirá esta verdad al ver cómo tu creencia en su belleza se entreteje con tu amor por su persona. Puesto que la conoces mejor que cualquier otro ser humano, tu opinión cuenta más que cualquier otra. Solo su Padre Celestial la conoce mejor que tú, y su temible y maravilloso veredicto ya ha sido emitido. Cuando los padres terrenales modelan el amor del Padre Celestial que «no ve como el hombre ve» (1S 16:7), damos a nuestras hijas permiso para medir la belleza en forma diferente que sus pares: centrándose no meramente en la apariencia externa, sino en el corazón.
Dile a tu hija que es hermosa. Díselo no porque necesite saber que es hermosa, sino porque necesita saber que es hermosa para ti. En nuestra cultura guiada por la imagen, ella ya percibirá sus «defectos» físicos al punto de sentir que tus palabras, tomadas en un sentido inmediato, suenan falsas. Sin embargo, aprenderá a confiar en el valor más profundo de dichas palabras por causa de la persona que las dice. Aprenderá, si Dios así lo quiere, que el «sentido inmediato» es pasajero y engañoso. Cuando todos los anuncios publicitarios y portadas de revistas o avisos de Internet le digan que no es hermosa, saber que tú discrepas en forma absoluta, irracional y vehemente puede, sencillamente, ser lo que preserve su corazón. No dejes que la competencia de gritos se vuelva unilateral. Dile que es hermosa porque, de acuerdo a las únicas mediciones que importan, lo es.