«Jesús tenía unos treinta años cuando comenzó su ministerio…». Así dice Lucas 3:23, y todavía recuerdo el impacto que me produjo meditar en ello cuando yo mismo cumplí los treinta años. ¿Habría estado yo a la altura de su desafío? ¿Tendría yo siquiera un 1% de su integridad, claridad de misión y determinación?
Siempre es bueno, y especialmente cuando leemos la Biblia, intentar ponerse en los zapatos de los actores. Es fácil perderse en esa lectura distante y utilitaria que sólo busca una nueva regla o un pensamiento positivo para el día, pero la Biblia es el registro de acontecimientos vividos por personas reales. ¿Has imaginado, por ejemplo, cómo habrías vivido tú la última semana de la vida de Jesús?
La Biblia nos cuenta que, pocos días antes de ir a la cruz, nuestro Señor fue invitado a Betania para cenar donde sus amigos Lázaro, Marta y María (Jn 12:1-8; Mt 26:6-13; Mr 14:3-9). Sería una de las últimas veces que los vería, y no es difícil imaginar que, para él, debió de ser una velada particularmente emotiva. Adicionalmente, sin embargo, él sabía que moriría con sufrimiento, y la pregunta es si acaso alguien más comprendía lo que él estaba viviendo.
Se ha dicho que, en el fondo de cada ser humano, hay una incurable cuota de soledad —porque el resto jamás siente con exactitud lo mismo que uno—, y cuando pensamos en Jesús, esta idea parece cobrar una dimensión completamente nueva. ¿Acaso alguno de sus amigos estaba prestándole apoyo moral?
A juzgar por el testimonio de los evangelistas, aun los discípulos más cercanos se hallaban en un profundo estado de negación: «¡No, Señor! ¿Cómo se te ocurre pensar así?» (Mt 16:21-23). A nadie le convenía que Jesús muriera (o eso creían ellos), y por lo tanto, a nadie se le habría ocurrido preparar a Jesús para un escenario cada vez más sombrío…
A nadie, excepto a María.
Lo que María hizo ese día nos desconcierta casi cada vez que lo leemos, y no es para menos si la imaginamos entrando al comedor, abriendo un carísimo frasco de perfume, derramándolo sobre los pies de Jesús y finalmente secando esos pies con sus cabellos a la vista de todos. Habría sido imposible que alguien no lo notara, considerando que, como dice Juan, «la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12:3).
¿Dudarías tú del aprecio que María sentía por Jesús? Te animo a calcular la suma de dinero que acumulas a lo largo de todo un año, y luego a imaginar que la inviertes en comprarle un regalo a alguien. ¿Hay en tu vida alguna persona por la cual lo harías?
Lo que María gastó en el perfume equivalía proporcionalmente a eso, y sin embargo, ella estimó que podía perfectamente desprenderse de tal suma si hacerlo le permitía, aunque fuese por una hora (quizás menos), agradecer y sostener a Jesús en su misión. Él era más importante que sus ahorros, y valía incluso más que preservar una reputación en una instancia social como esta (lavar los pies, para empezar, era labor de siervos, y el hecho mismo de que una mujer se soltara los cabellos en público iba contra las costumbres de la época).
Judas, el traidor ambicioso, no tardó en evaluar los costos exactamente al revés, pero lo que para él fue un despilfarro, para Jesús fue un gesto completamente oportuno: «Déjala en paz (…). Ella ha estado guardando este perfume para el día de mi sepultura» (Jn 12:7).
Los estudiosos de la Biblia suelen suponer que María no estaba haciendo una conexión consciente con la muerte de Jesús, pero aun si no lo hizo, al menos sabía que su gesto produciría un efecto físico y mental de refresco en él. Era una atención que, en un sentido, pretendía renovar sus fuerzas, y por lo tanto, mientras los discípulos sólo tenían ojos para un conquistador político victorioso, María estaba reconociendo la creciente carga que el Maestro llevaba en su condición humana.
Jesús, por lo tanto, tenía muchísima razón en conectar este gesto con su pronta muerte. No sólo se trataba de una práctica que efectivamente se llevaba a cabo en algunos difuntos, sino que estaba en línea con los tenebrosos días que él estaba viviendo. En menos de una semana sus enemigos conseguirían asesinarlo, y por lo tanto, lejos de intentar desviarlo de su misión, la servicial amistad de María llegaba a tiempo como un regalo que le confirmaba y apoyaba en ella. Aunque sólo se tratase de un gesto.
Para Jesús, sin embargo, esto sería digno de recordar, y en un acto sin paralelo, cristaliza la escena invitándonos a considerarla prácticamente como un prefacio inseparable de su propia obra por nosotros: «Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el evangelio, se contará también, en memoria de esta mujer, lo que ella hizo» (Mr 14:9).
La acción de María, así, nos deja un ejemplo de servicio sin reservas, pero como acabamos de ver también, es un modelo de la más alta amistad cristiana. Nuestros amigos, sin duda, necesitan contar con nosotros, pero el gesto de María enriquece nuestra visión del compañerismo. ¿Somos nosotros esa clase de amigos que, primero y por sobre todo, anima a otros a cumplir la misión (general o individual) que Dios nos ha encomendado? Muchas veces esa misión puede suponer un alto costo. ¿Somos acaso de los que disuadimos y hacemos tropezar? Lejos de desviar a otros, seamos de los que alientan y encauzan. Para Jesús, probablemente, esto fue una necesaria inyección de fuerzas, y para el resto de nosotros, lo será sin duda con mayor razón.