Uno de mis libros favoritos cuando era niña era el clásico de P. D. Eastman, ¿Eres tú mi mamá? Se trata de la historia de un pajarito que se cae de su nido y va en busca de su mami. De niña, ansiosamente, daba vuelta las páginas a medida que leía cómo el pajarito le preguntaba conmovedoramente a un perro, a un automóvil viejo y a un montón de otras criaturas y objetos si es que ellos eran su mamá. Mientras el pajarito va en busca de su madre, pasa por el lado de ella sin darse cuenta. El texto dice: «no sabía cómo era su mamá. La pasó en el camino, pero no la vio». Enfrentó decepción e incluso peligros una y otra vez, hasta que finalmente, en la última página, la encuentra, justo cuando el corazón de mi hijo de cuatro años estaba a punto de explotar del suspenso. Eastman escribió un libro que apela a una verdad obvia: los bebés necesitan madres.
Actualmente, estoy en mis cuarentas y soy madre de cuatro hijos que son casi adultos. Mientras escribo, todos están «lejos del nido» por una semana, y el orden silencioso e inusual de nuestra casa se siente como un anticipo de la próxima etapa de la vida que se acerca rápidamente hacia mí. Honestamente, no estoy segura de cómo me siento al respecto. Ser la mamá pájaro de este nido me ha mantenido ocupada por veinte años y me ha encantado. Pareciera que la expresión «nido vacío» aún no encaja conmigo.
Sin embargo, he aprendido a no pensar que mis días de mamá están llegando a un fin. Sé esto porque Dios llama a cada mujer creyente a ser una madre. Piensen en el mandamiento que Dios les dio a Adán y a Eva en Génesis 1: ser fructíferos y multiplicarse; llenar la tierra con más portadores de su imagen. El mandamiento al primer hombre y a la primera mujer significaba que debían convertirse en padres en un sentido literal. No obstante, en el Nuevo Testamento, encontramos este mandamiento expresado también en términos espirituales en la Gran Comisión: ir y hacer discípulos a todas la naciones; ser fructíferos y multiplicarse; llenar la tierra con más portadores de su imagen. Sin embargo, ahora, el llamado también es a ser padres espirituales, criando creyentes recién nacidos para que alcancen la madurez y ayudándolos en el proceso de transformación a la imagen de Cristo.
Sé que mis días de mamá no han terminado porque, mientras respire, el llamado a llenar la tierra con portadores de la imagen de Dios es imperativo para mí. Tal como mis hijos biológicos me necesitaron para entrenarlos en dominio propio, diligencia y obediencia, también los jóvenes creyentes en la iglesia necesitan a aquellos que son más maduros para entrenarlos en la piedad. Cada mujer que crece en madurez se convierte, en su tiempo, en una madre espiritual para aquellas que son más jóvenes en la fe, ya sea que llegue a ser una madre biológica o no. Ella cumple con el llamado más básico de la maternidad: criar al indefenso y al débil en madurez y firmeza. Así, ayuda a la joven creyente a alimentarse de la leche pura de la Palabra, enseñando doctrina básica con fidelidad y modelando el fruto del Espíritu. Sacrificialmente, está disponible, como la madre de un recién nacido, permitiendo que su propia agenda y sus necesidades personales no interfieran por el bien de cuidar a aquellas mujeres espiritualmente más jóvenes y vulnerables. Esta mujer entiende que esta labor no es un problema sino que una tarea sagrada, donde encuentra un profundo deleite en los tambaleantes primeros pasos de fidelidad y las balbuceantes primeras palabras de verdad.
No obstante, juntar niñas espirituales con madres espirituales no es siempre un proceso fácil. Como el pajarito del libro de Eastman, las cristianas jóvenes quizás no reconozcan a su mamá pájaro incluso cuando haya una parada justo frente a ella; podrían incluso pasar por su lado. Podrían preguntarle, «¿eres tú mi mamá?» a la persona equivocada y podrían recibir un «sí» como respuesta. Muchos falsos maestros están ansiosos por cazar cristianos jóvenes que aún no han asentado su fe. Hombres y mujeres jóvenes en la fe, ¿reconocen su necesidad de sabiduría de una madre o un padre espiritual? ¿A quién pueden acercarse para que los ayude a crecer en madurez en su relación con Dios y con otros?
Sin embargo, no sólo los niños espirituales fallan en reconocer madres espirituales, sino que también las madres espirituales fallan en reconocerse a sí mismas como tales. Quizás subestimamos la necesidad o cuestionamos nuestra habilidad para cumplir con ella. Tal vez dudemos en servir por miedo al compromiso. No obstante, una iglesia sin madres es algo tan trágico como un hogar sin ellas. Guiar a quienes son espiritualmente inmaduros a la madurez no es trabajo únicamente del pastor, del anciano de la iglesia o de los profesores de la Escuela Dominical. La iglesia necesita madres que se preocupen por la familia de Dios. Debemos tomar nuestra responsabilidad, buscando con entusiasmo a quien el Señor quiere que criemos. No hay esterilidad entre las creyentes. Por medio del evangelio, en la madurez, todas nos convertimos en madres. A diferencia de la maternidad biológica, la maternidad espiritual tiene el potencial de tener cientos e incluso miles de descendientes. Mujeres mayores en la fe, ¿reconocen la vital importancia de sus influencias y ejemplos? ¿Para quién pueden hacer un espacio en sus vidas y así guiarlas hacia la madurez? ¿Quién necesita la sabiduría que adquirieron con esfuerzo? Las bebés espirituales necesitan ayuda para abrir la Palabra de Dios, para vivir en paz con Dios y con otros, para ser luz en lugares oscuros. Los bebés necesitan madres.
Es un llamado para cada mujer creyente someterse al mandamiento de ser fructíferas y multiplicarse, de llenar la tierra con portadores de la imagen de Dios. Esto significa que la expresión «nido vacío» nunca puede aplicarse verdaderamente a nosotras. Encuentro consuelo al saber esta verdad mientras veo cómo crecen mis hijos biológicos y dejan la casa. Supongo y espero que toda mujer creyente encuentre consuelo en esta verdad, sea madre biológica o no. Ninguna de nosotras jamás debe cuestionar su función en la familia de Dios. Sólo debemos encontrar al próximo polluelo perdido bajo nuestras alas.