No sé si al cabo de un tiempo pasaremos simplemente a recordar la COVID-19 como los años de la pandemia. Quizás para algunos de nosotros el recuerdo será más duro, más tangible, más a flor de piel; para otros, significará tristeza, frustración y la fuerte sensación de incertidumbre de un período sin fin.
A mi alrededor hay gente que ha perdido seres queridos; otros, han experimentado personalmente un miedo inmenso a salir. Algunos están luchando por balancear el trabajo y la escuela en casa durante una cuarentena cuyo nombre pareciera ser más bien una mala broma por los más de cuarenta días que ya lleva. Y en las calles, donde las restricciones ya se han levantado, una diversidad de rostros se cubren con vistosos diseños de mascarillas que, en algunos casos, hasta incluye aquel mensaje que por ahora no podemos decir a viva voz. ¿Será que nos volveremos expertos en leer la mirada?
Lo que sí puedo ver con claridad es que mi deseo de querer ver el futuro, evidencia mi propia impaciencia y mi ambición de querer controlar los eventos desatados por este microorganismo desde que hizo su aparición. Sin embargo, aun cuando mis proyecciones optimistas hacia un futuro impredecible se transformaran en simples fantasías en unas cuantas semanas más, hay alguien que sí puede verdaderamente disipar la densa niebla y darnos paz. Porque donde la desesperanza acecha, Dios nos ofrece el albergue perfecto para esta y cualquier otra tempestad. Solo Él es el refugio, la roca y la fortaleza (Sal 71), no solo para continuar, sino para vivir gozosos y para aceptar con alegría las oportunidades de servicio que Él nos da.
Para quienes no lo conocen, somos los voceros del Reino que anuncian las buenas noticias de Jesús. Anunciamos que Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo amado para que aquellos que en Él crean no mueran, sino que tengan vida eterna (Jn 3:16). Para quienes están sumidos en la oscuridad de esta pandemia, somos la luz de Cristo, al recordarles que Dios mismo ilumina las tinieblas (Sal 18:28). Para quienes la angustia los consume, somos la compasión del Señor, al recordarles que el que viene a Él no será rechazado (Jn 6:37). Para quienes se sienten abatidos y abandonados, somos la misericordia del Señor, al decirles suavemente que Cristo trata con paciencia al extraviado, pues fue Él mismo quien experimentó nuestra flaqueza al caminar en este mundo quebrantado (Heb 5:2). Para quienes sufren el deseo de controlar el mañana, les instamos a descansar en Cristo, pues solo Él, siendo el Alfa y el Omega, el principio y el fin (Ap 1:8) sabe lo que vendrá. Y podemos descansar confiados sabiendo que el Padre nos ama porque hemos creído que Jesús vino de parte de Él (Jn 16:27).
Si confiamos en Él plenamente, descansamos y dependemos de Él. Entonces, por qué no soñar en oración que estos años de pandemia se recuerden como los años del gran avivamiento que despertó en nosotros un verdadero amor por el Evangelio. Años negros transformados en lumbreras de una ardiente pasión por nuestro Señor. Si como dijo Anna Frank: «[…] una sola vela puede desafiar y definir a la oscuridad», ¡imagínate lo que nosotros como el cuerpo de Cristo podríamos iluminar!
Aun cuando las mascarillas cubran nuestros rostros hoy, todavía existen muchas otras formas para ayudar, amar, actuar y compartir. Recuerda hoy y siempre, que el poder del Evangelio nunca se va a agotar. Apacigüemos nuestros miedos y estemos prestos a compartir la esperanza que Cristo nos compartió primero. ¡Seamos lumbreras que brillen y disipen cualquier temor, con la esperanza verdadera que nos otorgó desde siempre y para siempre nuestro amado Salvador!

