C.S. Lewis dijo una vez: «Es curioso ver cómo día tras día nada cambia, pero cuando miras atrás todo es diferente». Creo que Lewis quiso decir que una forma de tener una perspectiva del presente es deteniéndonos a mirar el pasado. En otras palabras, cuando soltamos los lazos del presente para reflexionar en el pasado, la confusión interpretativa se aclara un poco. Surge perspectiva sobre nuestros años, lágrimas y temores.
Eso es particularmente cierto en el liderazgo y en el ministerio pastoral.
He estado en el ministerio por casi 29 años ahora. Cuando observo el camino que he recorrido, veo algunas cosas que quisiera haber sabido como principiante. Veo minas terrestres que podría haber esquivado, curvas cerradas que me tomaron por sorpresa, batallas innecesarias en las que luché y señalizaciones que no vi, y pecados, muchos pecados. ¡Estoy tan agradecido por el Evangelio! Me recuerda que mis pecados nunca son lo suficientemente grandes como para cambiar el corazón de Dios hacia mí o su plan para mí. Pero si me sentara con mi yo más joven a tomar mi bebida gaseosa favorita de niño, creo que me diría lo siguiente:
Las personas primero desean y luego piensan
Fui criado en una familia presbiteriana, asistí a un seminario presbiteriano —creo que esa es una descripción justa del Seminario Teológico de Westminster en Filadelfia— y pasé más de 25 años en una familia de iglesias que valoraba la sana doctrina. Independientemente de si lo hice bien o no, pensar de manera profunda estaba en mis genes de iglesia. Creía que pensar correctamente era el punto de partida de todo cambio. Hasta el gran puritano, John Owen, dijo: «La mente es la principal facultad del alma. Cuando la mente se enfoca en un objetivo o procedimiento, la voluntad y los afectos [del corazón] hacen lo mismo. Son incapaces de cualquier otra consideración […]»[1]. Lo que quiero decir es que yo estaba en buena compañía.
No estoy tratando de argumentar en favor de doctrinas o ministerios que no hayan sido examinados; sin embargo, descubrí en el camino que existen fuertes impulsos que corren por debajo de los poderes cognitivos. Me refiero a los deseos. El corazón humano es un motor que produce y estimula una infinidad de deseos. Hemos sido creados para adorar, y deseamos ya sea al Creador o a lo creado (Ro 1:18-32). Cuando el deseo fluye hacia este último, nace la idolatría y comienza el adulterio espiritual (Ez 16; Os 1-14). Para ponerlo en las palabras de Jesús, donde está nuestro corazón allí está nuestro tesoro (Mt 6:21). Dicho de otra manera, lo que deseamos por encima de todo.
Al igual que una locomotora, nuestros deseos siempre nos llevan por la vía de nuestra visión de una vida feliz. Estas presuposiciones estimulan nuestras creencias sobre qué nos ayudará a prosperar. Eso significa que, para ayudar a las personas a cambiar, primero debemos ayudarlas a abrir el capó del pensamiento para ver el motor del deseo que hay debajo. Significa que los afectos, más que la cognición, determinan la dirección.
Esa es la razón por la cual los pastores a menudo se reúnen cara a cara con personas bien instruidas que básicamente saben lo que dice la Biblia, pero que no necesariamente están cambiando. Tengo el mismo problema en mi propia vida. Lo que falta es el deseo, no la información. Una visión corrupta de cómo ser feliz, está lidiando por la supremacía en nuestros corazones. Debemos orar para que Dios nos devuelva una visión donde «pro[bemos] y vea[mos] que el Señor es bueno» y «en Él [nos] refugi[emos]» (Sal 34:8).
A veces los pastores pueden caer en una mentalidad descartiana («pienso, luego existo») en lugar de reconocer nuestro impulso eduardiano, ¿o lo llamaremos «piperiano» («deseo, luego existo»)? Creemos que habitamos en el mundo como pensadores, solo para descubrir que lo hacemos como personas que aman. Creo que pasé demasiado tiempo predicando, aconsejando y tratando de que la gente cambiara su modo de pensar en lugar de su imaginación. Desearía haber entendido esto mejor cuando era joven.
El amor es mejor que el discernimiento
Bien, me enfoqué en pensar y resulta que ahora estoy cuestionando el discernimiento. Quizás te estés preguntando si en verdad he leído mi Biblia estos últimos días. Para asegurarme de que no me malinterpreten, déjenme aclarar lo que no estoy diciendo para luego concentrarme en lo que sí estoy planteando.
Obviamente, el discernimiento es importante para los cristianos. La doctrina define la dirección, y discernir la doctrina sólida nos guía por mejores sendas. Después de todo, si la Escritura nos ha sido dada «para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia» (2Ti 3:16); entonces, discernir cómo y dónde aplicarla, hace una diferencia enorme. La habilidad para discernir cómo y dónde aplicar la Escritura es la línea divisoria entre un hombre inmaduro y «el hombre de Dios […] equipado para toda buena obra» (2Ti 3:17). Estoy de acuerdo con Phillip Way, quien dijo: «Es responsabilidad de cada cristiano aprender, ser discipulado en la Palabra, para que podamos saber cómo discernir. No discernir es caminar en la oscuridad»[2]. Así que no nos equivoquemos, el discernimiento es bueno.
Sin embargo, para algunos pastores, el discernimiento es lo principal. Lo sé porque yo fui uno de ellos. Durante años mi versículo predilecto fue 1 Timoteo 4:16: «Ten cuidado de ti mismo y de la enseñanza. Persevera en estas cosas, porque haciéndolo asegurarás la salvación tanto para ti mismo como para los que te escuchan». Para mí, los dos ingredientes del éxito en el ministerio eran 1) discierne tu corazón y 2) discierne tu doctrina. Puede que leas eso y pienses: «¿qué hay de malo en eso?». El peligro excesivamente común de elevar lo bueno al lugar de lo mejor. Discernir nuestro corazón y doctrina es algo bueno, pero es un ejercicio inútil cuando lo hacemos a expensas de lo mejor.
Al igual que la magia profunda en la historia de Aslan, Dios nos ofrece una magia aún más insondable y poderosa bajo el discernimiento. Es el poder del amor contraintuitivo, inconmensurable, originado en el Evangelio (Mt 22:37-40; 1Co 13:13). Y los líderes saturados de discernimiento y conocimiento pueden fácilmente pasarlo por alto.
Cuando las vestiduras de un pastor están empapadas de discernimiento, la iniciativa en el liderazgo se reduce a tres objetivos carentes de amor: protectorados, estar en lo correcto y encontrar el pecado.
Estar en lo correcto
El híperdiscernimiento hace que el ministerio se trate de «hacer las cosas correctas». Ya sea en la doctrina, el modelo ministerial o el corazón, el discernidor sin amor no se fija en la compasión, la paciencia y la bondad, sino en detectar y corregir errores. Puede que ese pastor nunca lo vea, pero tiene más confianza en la capacidad del enemigo para contaminar, que en la capacidad de Dios para proteger. Por tanto, aborda los problemas del ministerio como si fueran situaciones que necesitan «corregirse» y «ser correctas».
Cuando un pastor se obsesiona con el discernimiento, tiende a verse a sí mismo, hasta cierto punto, como un profeta del Antiguo Testamento, responsable de declarar el juicio de Dios en una variedad de temas. En lugar de proclamar constantemente la gracia de Dios a los pecadores cansados, el pastor híperdiscernidor aplasta a las personas al señalarles siempre sus pecados.
Cuando examino mis recuerdos de mis primeros años en el ministerio, me avergüenzo de pensar en todas esas ocasiones cuando abordé una situación queriendo demostrar que yo estaba en lo correcto en lugar de mostrar el amor de Dios. Lo que yo valoraba era la habilidad de discernir motivos y eso significó que hubo mucha especulación sobre lo que en verdad motivaba a las personas. Y puesto que solo «conocemos en parte» (1Co 13:9), incluso en nuestros mejores días, yo compensaba lo desconocido con mi propio discernimiento, lo que resultaba ser una forma un poco más moralista de expresar un juicio pecaminoso.
Cuando lidias con el discernimiento, sin el verdadero norte del amor, menoscabas los instintos y la importancia del amor. Haces que el amor parezca infantil, ingenuo y poco inteligente —un grado por el cual el discernidor ya ha pasado—. Pero nunca nos graduamos en brindar amor. Solo avanzamos más profundamente en nuestra comprensión y aplicación de él.
Encontrar el pecado
Cuando el discernimiento se mueve hacia una posición central, «encontrar el pecado» se vuelve un resultado importante para el compromiso ministerial. Esto hace que los pastores se transformen en minuciosos detectives, que sondean los corazones y la doctrina de los demás, buscando el más mínimo pecado para golpearlo con sus vigas discernidoras (Mt 7:1-5).
Yo me veo en ese retrato de pies a cabeza, y no es como quiero que se me recuerde. A mí me parece que los pastores deberían ser expertos mundiales en el amor. Lo experimentamos en el Evangelio, lo estudiamos en la Biblia, lo predicamos en la iglesia, hemos saboreado su fruto en matrimonios, en reconciliaciones y en los santos que fueron sacrificados. Pincha a un pastor y debería sangrar amor.
Así es como Arnold Dallimore describió a George Whitefield. Dallimore relata que cuando Charles Wesley estaba descontento con la teología de su hermano John, se acercó a Whitefield para formar una alianza. Dadas las arraigadas diferencias teológicas y ministeriales entre John Wesley y Whitefield, así como algunas formas encubiertas en las cuales John lidió con Whitfield, esa alianza ofrecía un momento potencialmente delicioso. Desde un punto de vista carnal, significaba un triunfo para el discernimiento, la doctrina y la determinación del ministerio de Whitefield. Piénsalo: si Whitefield hubiera querido, podría haber recibido a Charles Wesley como un regalo inesperado de Dios y podría haber gozado de la vindicación que su llegada le ofrecía. Teniendo en cuenta lo que John Wesley sentía por Whitefield, seguramente lo habría hecho si hubiera estado en su lugar. ¿Qué hubieras hecho tú?
Sin pensarlo dos veces, Whitefield llevó a Charles de vuelta a John y ayudó a que ambos hermanos se reconciliaran. Señaló: «Por nada del mundo haría o diría nada que separara a estos queridos amigos»[3]. La enemistad de los hermanos Wesley no era una oportunidad de conquistar y regocijarse, sino de amar.
Cuando la reconciliación es más importante para ti que tu propia vindicación, puedes reconocer si estás en las manos del amor.
Conclusión
Hasta que viajar en el tiempo sea una realidad, nunca podré cambiar mi pasado. Pero puedo aprender de él y ayudar a que otros no cometan mis errores. También puedo regocijarme en la bondad del Evangelio, que cubre mis muchos pecados, errores y fracasos.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Rev Dave Harvey. Traducción: Marcela Basualto
[1] N. del T.: traducción propia
[2] N. del T.: traducción propia
[3] N. del T.: traducción propia