«Es broma. Tiene que ser broma». Esas fueron mis maravillosas palabras de consuelo cuando mi esposo me llamó desde el hospital para darme la noticia de que tenía apendicitis y le estaban programando una apendicectomía de urgencia. Egoístamente, pensé que tenía que haber una forma de que él se contuviera y guardara sus problemas de apéndice para el mes siguiente o algo así. El momento era ridículo. Mi única esperanza era que me estuviera gastando una broma.
Ese invierno había tenido un grave efecto sobre mi familia. Toda la diversión comenzó cuando contraje una neumonía atípica. Primero, pasé por dos semanas de negación-maternal: Las mamás no pueden enfermarse; somos necesarias. Así que pensé que un par de comprimidos de ibuprofeno acabaría con mi fiebre mientras intentaba no toser sobre las comidas que envasaba ni los platos de amor que servía. Sin embargo, cuando mi hija se enfermó, supe que era hora de ir al médico.
Durante el mes siguiente, tanto yo como mis tres hijos pasamos por la desagradable experiencia de que la primera dosis de antibióticos fuese ineficaz, de tener que volver a salir de la ciudad en busca de medicina más fuerte, de tener que usar nebulizadores, de estar al borde de la sala de urgencias y de amontonar tareas escolares pendientes. Entre medio, yo trataba de aprovechar el tiempo de la mejor manera trayendo manualidades entretenidas que hacer con los niños en el tiempo de inactividad que nos sobraba. Nos quedaba un solo niño por cuidar cuando Matt empezó a quejarse de los «desagradables dolores» que sentía en su abdomen. Supuse que era tensional. Decidida a hacer nuevamente una vida familiar normal, empecé a cocer galletas con chips de chocolate, lo cual haría que las cosas mejoraran. Fue entonces cuando Matt llamó. Fue entonces cuando le di mi tan-poco-compasiva respuesta.
Y fue entonces cuando tuve que sacar la artillería pesada: mi propia mamá. Su pronta llegada fue como una extraña combinación de una película sobre la mafia y un episodio de «El gato en el sombrero». Ella fue, en un sentido, «la reparadora». Llegó con todo lo que yo necesitaba para dejar a mi hijo enfermo sin sentirme culpable, tener la energía para estar al lado de mi esposo, e incluso para regresar a casa y relajarme. Mamá me conoce bien. Conoce bien a mis hijos. Y sabe cómo ser mamá. Apareció con un paquete de mi café favorito, todos los ingredientes para hacer caldo de pollo, algo para leer, cosas que hacer con mi hija y un bolso de viaje. No me explico cómo lo hizo para llegar tan rápido con todo eso. Eso fue hace dos años, y tuvo una fuerte influencia en mí. Las madres son personas influyentes. Una de las razones por las cuales pienso que su influencia es tan predominante es que ellas nos conocen como nadie más lo hace.
Desde el día en que nos enteramos de que estamos embarazadas, las madres oramos, alimentamos, aprendemos, y reparamos cosas. Reparamos rodillas rasguñadas, egos heridos, y a veces incluso circunstancias incontrolables. Consolamos y alentamos. Amamos incondicionalmente, pero no sin normas, ya que hacemos todo lo posible por moldear a nuestros hijos en sus años formativos. Los estamos preparando para la adultez; preparándolos para partir. Y las madres saben que esta clase de amor no se acaba cuando sus hijos dejan el hogar.
Aunque el catálogo de estos muchos actos de amor ciertamente le da credibilidad a nuestra posición de influencia, es nuestra «confesión de esperanza» la que, escondida, nos ayuda a perseverar, haciendo que nuestros hijos miren a Jesucristo, el que verdaderamente repara. Nuestras madres saben que necesitamos descansar en la fuerza de Dios. Nuestra confesión de esperanza no se enfoca en nuestras propias capacidades para dirigir el mundo. La maternidad nos humilla para que nos identifiquemos con la debilidad. Nuestra confesión de esperanza es que Jesús es el Señor. Nuestra esperanza está en Aquel que nos repara. Y Él no es un facilitador: Jesús garantiza que habrá una cruz por llevar aun cuando Él nos ha redimido y nos está santificando.
Flaqueé un poco tras la llamada telefónica que recibí de mi esposo hace dos años. Desearía poder decir que fue la única vez, pero a los cristianos se nos exhorta: «Mantengamos firme la profesión de nuestra esperanza sin vacilar, porque fiel es Aquel que prometió» (Hebreos 10:23). Las mamás deben alentar y equipar a sus hijos para que fijen sus ojos en Cristo.
Eso es lo que hizo mi mamá cuando volví a casa después de una larga noche. Mientras nos esforzamos por ser fiables, las madres cristianas saben que nuestros hijos nunca encontrarán la satisfacción dependiendo de nosotras. La verdad es que yo necesitaba más que caldo de pollo y una niñera. Necesitaba que se me recordara mi confesión de esperanza.
Lo que yo veía eran niños enfermos, un esposo recuperándose de una cirugía, y una creciente carga de trabajo. Lo que sentía era un gran cansancio en mis huesos y la fatiga de mis ojos. Y mi mamá… Ese día ella me bendijo dándome lo que yo no puedo ver. Me recordó mi esperanza, mi bendición final, Jesucristo. Entonces fui capaz de ser una bendición para mi familia. Ahora vemos la cruz, pero un día nuestra fe se convertirá en visión, y estaremos en la gloria con nuestro Señor, en los nuevos cielos y la nueva tierra.
Jesús es el Señor; no las madres ni las circunstancias. Nuestra confesión de esperanza influye en la manera en que conducimos nuestras vidas diarias, amamos a nuestras familias, y a su vez, influenciamos a todos los que nos rodean.