Pocas palabras en el vocabulario cristiano son más valoradas que la palabra gracia. Y, sin embargo, pocas palabras son más malinterpretadas y aplicadas incorrectamente como esta, incluso por aquellos que atesoran el Evangelio de Jesús.
Ya en el Nuevo Testamento encontramos las dos formas básicas en que la gracia se puede tergiversar. La primera, es el engaño legalista expuesto en la advertencia de Pablo a los gálatas: «De Cristo se han separado, ustedes que procuran ser justificados por la ley; de la gracia han caído» (Ga 5:4). La segunda, es el error del antinomianismo, como cuando «[…] algunos hombres […] convierten la gracia de nuestro Dios en libertinaje» (Jud 4).
Los legalistas y los antinomianos pueden pregonar «sola gracia», pero la frase realmente significa «gracia ignorada» para los primeros y «gracia abusada» para los segundos. Sea como sea, tal como Sinclair Ferguson lo demuestra poderosamente en su libro El Cristo completo, la gracia queda desacreditada.
Ahora bien, la mayoría de nosotros no somos ni legalistas farisaicos ni antinomianos amantes de lo sensual. Pero cada uno de nosotros es propenso a inclinarse hacia un error u otro. Y mientras más lejos nos inclinemos, menos maravillosa será la gracia, y más difícil se sentirá la vida cristiana. Cuán necesario es, entonces, mantenerse firme en «la verdadera gracia de Dios» (1P 5:12).
Bendecido en el Amado
A pesar de todas las diferencias entre legalistas y antinomianos, ambos tienen una similitud sorprendente: tratan a la gracia como algo que Dios da, y no como el regalo de Dios de sí mismo. Tal como Michael Reeves escribe:
Cuando los cristianos hablan de Dios dándonos «gracia» …rápidamente podemos imaginarnos que la gracia es un tipo de mesada espiritual que Él reparte. Incluso la antigua explicación de que la «gracia» es las riquezas de Dios a costa de Cristo [del inglés God’s Riches At Christ’s Expense, usando la palabra en inglés grace como un acrónimo] la puede hacer parecer como algo que Dios da.
Entonces, ¿qué es la gracia? Reeves continúa diciendo: «La palabra gracia es realmente una forma abreviada de hablar de la bondad personal y misericordiosa en que Dios se da a sí mismo» (Delighting in the Trinity [Deleitándose en la Trinidad], 88).
En la Escritura, la gracia de Dios nunca va separada del Dios de gracia y, de manera especial, del Dios-Hombre de gracia, Jesucristo. Ambos están tan entrelazados que Pablo llama a la venida de Cristo la venida de la gracia (Tit 2:11). Por lo tanto, toda gracia nos llega «por medio» de Cristo (Ro 1:4-5), «en» Cristo (2Ti 1:9) o, como dice Juan, «de su plenitud» (Jn 1:16). Quizás Pablo la describe de la manera más excelente cuando dice:
En amor [el Padre] nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme a la buena intención de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado (Ef 1:4-6 [énfasis del autor]).
La gracia llega «en el Amado» de ningún otro lugar. La gracia es la savia de la Vid verdadera, es la calidez de la Luz verdadera, es el afecto del Novio verdadero. En otras palabras, cuando Dios nos da gracia, nos da a Cristo.
Salvos solo por gracia
¿Qué tiene que ver esto con el legalismo y el antinomianismo? Todo, si tenemos ojos para ver. El legalismo y el antinomianismo prosperan solo cuando separamos la gracia de Cristo de Cristo mismo. Solo cuando tratamos la gracia como «algo» abstracto, es que podemos imaginar que es suficiente para esto, pero no para aquello: para algo de justicia, pero no para toda justicia; para perdón, pero no para santidad.
Pero si la gracia llega en el Amado, entonces la gracia nos da salvación plena, justificándonos con su justicia, santificándonos con su santidad, y glorificándonos con su gloria. Como un río caudaloso que avanza hacia nosotros desde la eternidad, la gracia nos lleva a todo lo que Cristo es y todo lo que ha hecho, abalanzándonos desde la salvación pasada a la salvación futura.
Justificados por gracia
Muchos que batallan con el legalismo saben cómo hablar el lenguaje de la gracia. Sin embargo, tal como Ferguson lo demuestra tan poderosamente, «donde abunda el lenguaje de la gracia, es posible que la realidad del legalismo abunde aún más»[1] (El Cristo completo, 91).
Tal vez podamos recitar las cinco solas, renunciar a la idea de que las obras producen justicia, y decir con el apóstol: «[…]por gracia ustedes han sido salvados» (Ef 2:8). Sin embargo, todo el tiempo, podemos estar escuchando el bajo susurro interior que nos dice que esta gracia no es suficiente para nosotros. No llegamos a decir que nuestras buenas obras nos justifican junto con la gracia de Dios, pero podemos pensarlo. Como resultado, nos sentimos justificados por Dios solo cuando nos sentimos bien delante de Él: cuando sabemos que estamos cumpliendo con nuestra lectura bíblica, con evangelizar a otros, y realizando otros deberes de obediencia con al menos alguna satisfacción.
Sin embargo, cuando Dios nos da gracia, nunca deberíamos preguntarnos si su gracia será suficiente para nuestra justificación. Esa manera de pensar trata la gracia como una cosa, como dinero para pagar el precio de la entrada al Reino. Pero si tenemos algo de gracia, entonces la tenemos en unión con Jesucristo. Y si estamos unidos a Cristo, entonces tenemos todo lo que Él tiene y todo lo que Él es. En Él, tenemos justificación (1Co 1:30), redención (Ef 1:7), adopción (Ro 8:16-17), todo lo que necesitamos para que el favor de Dios repose sobre nosotros para siempre.
Cuando creemos en Jesús, no se nos «da» una cierta cantidad de gracia de Él y luego esperamos que sea suficiente para nuestra justificación. No, por la fe «de Cristo [nos hemos] revestido» (Ga 3:27) de tal manera que ahora, aun cuando nos sintamos muy avergonzados de nuestro pecado, su justicia nos cubre como un manto (Is 61:10).
Santificados por gracia
La gracia verdadera de Dios es el remedio para nuestras tendencias legalistas. También es el remedio para nuestras inclinaciones antinomianas. Porque si la gracia nos une a Cristo, entonces no podemos disfrutar solo de una parte de Él: no podemos abrazarlo para justificación sin también abrazarlo para santificación. Todo lo que Cristo es en su perfecta humanidad, tiene que hacerse nuestro, incluida su santidad.
Pocos pasajes destruyen nuestras ideas unidimensionales de la gracia como Romanos 6 lo hace. Después de destacar que la gracia nos llega en la justificación (Ro 5:15-21), Pablo anticipa la pregunta antinomiana: «¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ningún modo!» (Ro 6:1-2). ¿Y por qué? Porque cuando Cristo murió bajo la maldición del pecado, nos sepultó junto con Él (Ro 6:2, 10-11), y cuando Cristo resucitó del dominio del pecado, nos tomó de la mano y nos liberó (Ro 6:4-5, 8).
De ahí las palabras victoriosas: «Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque ya no están bajo la ley sino bajo la gracia» (Ro 6:14, NVI). Si la gracia es solo perdón, entonces las palabras de Pablo suenan vacías. Pero la gracia es más que perdón. «La gracia es poder, no solo perdón», escribe John Piper. Así es, y no cualquier poder sino el mismo poder que latió en las venas de Jesús cuando salió de la tumba. La santidad se mueve con la fuerza de la resurrección.
Alguien podría preguntar: «si hacemos que la santificación sea necesaria en la vida cristiana, ¿no nos estamos yendo hacia el legalismo?». No, no nos estamos yendo hacia el legalismo; más bien nos estamos rindiendo a la gracia. Aunque la santificación involucra nuestro esfuerzo total, es un don de la gracia tanto como la justificación. Podemos esforzarnos y luchar por la santidad; podemos incluso cortarnos una mano o sacarnos un ojo. Pero a cada paso, Cristo nos enseña a decir: «[…] aunque no yo sino la gracia de Dios en mí» (1Co 15:10).
Glorificados por gracia
Nadie es justificado en Cristo si no es también santificado en Cristo y nadie es santificado en Cristo si no es también glorificado en Cristo. Desde el momento en que Dios nos une a Jesús, la gloria comienza lentamente a crecer en nosotros: primero la semilla, luego el tallo, luego el botón. «Cuando Cristo, nuestra vida, sea manifestado, entonces ustedes también serán manifestados con Él en gloria» (Col 3:4). En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, el botón florecerá en toda su plenitud.
En Cristo, la gracia no solo llena y cubre nuestro pasado (en la justificación) e impregna nuestro presente (en la santificación), sino que también adorna nuestro futuro. Por eso Pedro escribe: «[…] pongan su esperanza completamente en la gracia que se les traerá en la revelación de Jesucristo» (1P 1:13 [énfasis del autor]).
La gracia llegó con la primera venida de Cristo, trayendo justicia y santificación (Tit 2:11; 3:5-7). Y la gracia llegará con la segunda venida de Cristo, trayendo glorificación. Y, ¿qué sucederá entonces? Jesús «[…]transformará el cuerpo de nuestro estado de humillación en conformidad al cuerpo de su gloria[…]» (Fil 3:21). «[…] Todos seremos transformados» (1Co 15:51). En todos los sentidos posibles, «[…] seremos semejantes a Él […]» (1Jn 3:2).
Sin embargo, aun cuando nuestra conformidad con Cristo esté completa, el río de la gracia seguirá fluyendo. A medida que caminemos resucitados en el cielo nuevo y la tierra nueva, nuestra glorificación será el telón de fondo para que Dios muestre a través de todas las edades venideras, «las sobreabundantes riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2:7). Cada latido de nuestros corazones glorificados hará resonar la gracia de Aquel que se unió a nosotros en la tumba para que pudiera llevarnos a la gloria.
Ninguna otra fuente
La gracia, por tanto, no es una cualidad abstracta que podemos poseer separados de Cristo. Solo hay una clase de gracia: «La gracia del Señor Jesucristo […]» (2Co 13:14), la gracia que fluye libremente «[…] en el Amado» (Ef 1:6). Si pudiéramos imaginar la gracia menos como una sustancia espiritual y más como una Persona gloriosa, nuestra propia renovación espiritual podría estar muy cerca.
No solo estaríamos protegidos del legalismo y del antinomianismo sino que también nuestros corazones estarían más tranquilos y serenos en la presencia de nuestro majestuoso Cristo. En lugar de buscar sin cesar nuestra justificación en el interior, contemplaríamos su justicia. En lugar de apoyarnos en estrategias espirituales para nuestra santificación, dependeríamos de su resurrección. Y en lugar de poner nuestra esperanza en un cielo no muy claro para nuestra glorificación, pondríamos nuestra esperanza en su gloriosa venida.
Como nos aconseja Juan Calvino: «[…] puesto que todos los tesoros y todos los bienes están en él, hemos de beber de esa fuente y no de otra para hallar satisfacción» (Institución de la religión cristiana, 2.16.19). Así es, bebamos hasta saciarnos de Cristo y solo de Cristo, pues la gracia no tiene otra fuente.
Scott Hubbard © 2020 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. Traducción: Marcela Basualto
[1] N. del T.: Traducción propia.