“Mamá, ¿qué te pasa?”. Mi hijo se dio cuenta; sin querer transmito la tensión y la preocupación que inunda mi corazón. “Tengo demasiadas cosas en la cabeza; olvidé hacer algo. Eso es todo”, le contesté.
No obstante, eso no es todo. Lo que le contesté a mi hijo, lo dije como si no fuera gran cosa. Sin embargo, que mi hijo me haya hecho esa pregunta, me recordó que no debo sentirme así. La carga que llevo sobre mis hombros parece más pesada cada día, pues mi lista de deberes se compone últimamente de más listas de deberes.
Llevo una vida ocupada y agitada, llena de responsabilidades, por lo que temo olvidar algo crucial e importante. Me preocupa que si no hago algo (siempre hay un algo), entonces nadie más lo hará; por lo tanto, trato de mantener todo bajo control. Estoy constantemente recordándome lo que tengo que hacer: “no puedo olvidar esto…”; “es mejor que haga esto primero en la mañana”; “si no hago esto sería terrible…”. Me centro en pensar “qué pasaría si…”, y la preocupación me consume. Mi hijo puede darse cuenta de esto porque se refleja a través de mi rostro.
Sin embargo, me estoy engañando a mí misma, ya que, en realidad, no tengo el control de nada. Puedo escribir mil listas de deberes y no importaría; Dios está en control, no yo. He sido mordida por una mentira con forma de serpiente que me dice que puedo manejar todos los detalles de mi vida, que puedo planificarlos y llevarlos a cabo por mí misma. Esta mentira me genera temor cuando la realidad me golpea y me doy cuenta de que verdaderamente no puedo hacerlo todo.
En lugar de tener control sobre todo lo que me causa temor, el temor me controla a mí.
Confianza versus preocupación
El deseo de controlar nuestras vidas es común entre nosotras las madres. Expresamos nuestras preocupaciones, hablamos de nuestro estrés y desarrollamos estrategias para que nuestras vidas sean más tranquilas y estén libres de problemas. Es un pecado aceptable que se infiltra en muchas conversaciones, en los momentos en que invitan a jugar a nuestros hijos y en mensajes de texto. A veces, incluso, lo fomentamos, intentando competir para ver quién tiene la vida más angustiante y más agitada. Después de todo, parece ser algo tan normal y común. Es decir, ¿qué madre no se preocupa? Y si no lo hiciéramos, pareciera que hay un problema en nosotras.
Jesús nos llama a un tipo de vida diferente, opuesto al del mundo. Nos llama a vivir una vida de confianza (Mateo 6:25-34). La confianza es lo opuesto a la preocupación. Exige que creamos que él es mejor que cualquier otra cosa; que creamos en su carácter, su bondad y su gracia (Salmo 9:10). Exige que miremos al pasado y veamos todas las formas en que él nos ha fortalecido y ha provisto para nosotras. Sabemos lo que ha dicho y, por lo tanto, tenemos la confianza en lo que él hará en el futuro. Confiar en Dios exige que creamos que él se preocupa por nosotras, que mantengamos nuestros ojos fijos en él y no en nuestras circunstancias (1 Pedro 5:7).
Recordando su gracia
En las Escrituras, se les dijo a los israelitas una y otra vez que miraran al pasado para que recordaran cómo Dios los liberó de la esclavitud en Egipto. Ellos debían recordar las maravillas que Dios realizó en el Mar Rojo, su provisión en el desierto, y cómo él los llevó hasta la Tierra Prometida. En fiestas anuales, ellos celebraban lo que Dios había hecho por ellos y les enseñaban a sus hijos sobre la fidelidad de Dios. No obstante, constantemente, ellos dejaban de recordarlo. Y en lugar de hacerlo, dejaban de confiar en Dios prefiriendo confiar en sí mismos y la cultura que los rodeaba.
Nosotras también somos llamadas a recordar la gracia de Dios en nuestras vidas. Cuando la preocupación aparezca y nos agobie, cuando todo parezca estar fuera de control, debemos recordar todo lo que Dios ha hecho y lo que seguirá haciendo. Debemos recordar nuestra propia historia de rescate de nuestros pecados. Necesitamos recordar lo lejos que Dios llegó —y sigue llegando— para rescatarnos de la esclavitud por medio de la sangre de su Hijo derramada en la cruz. Necesitamos recordar cuándo Dios nos demostró firmemente su amor (Romanos 5:8). “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente junto con él todas las cosas?” (Romanos 8:32).
Si él nos salvó de nuestro más grande temor —una separación eterna de él— ¿cómo no nos ayudará a sobrellevar todos nuestros temores hoy? Si Cristo conquistó la muerte cuando se levantó triunfante de la tumba, ¿cómo no podrá resucitar nuestro gozo del abismo de la preocupación y la desesperación?
Gracia para hoy y para cada mañana
Como los israelitas, nosotras también nos olvidamos de Dios y tropezamos, pero la cruz está ahí para recordarnos el evangelio de la gracia. Tal como los israelitas tenían que mirar a la serpiente de bronce para ser sanados en el desierto, nosotras debemos mirar a Cristo. Mirar a la cruz y recordar el evangelio nos libera de las cargas que nos agobian. Nos saca de nuestro egocentrismo y nuestros esfuerzos para que nuestra vida funcione y vuelve a poner nuestra atención en aquel que lo logró todo.
Cuando Jesús dijo, “todo se ha cumplido”, él les cerró la puerta a nuestros esfuerzos por controlar nuestra vida. Él terminó con todos nuestros intentos por hacer todo correctamente confiando en nuestras fuerzas. No obstante, él abrió la puerta del descanso eterno, de la libertad del pecado y de la paz que sobrepasa todo entendimiento.
En esta vida habrá suficientes razones para preocuparnos, pero tenemos más razones para confiar pues Dios ha sido más que fiel en el pasado. Gracias a que Dios envió a Jesús para rescatarnos de nuestro pecado, podemos confiarle todas nuestras preocupaciones y temores a él, hoy y cada mañana. Cuando los desafíos inesperados de la vida y las tareas abrumadoras nos tienten a preocuparnos, cuando nuestras listas de deberes se vuelvan más largas y cuando el sueño nos invada, fijemos nuestros ojos en la cruz y creamos, confiando en lo que Dios ya ha hecho y en lo que hará por nosotras.
Christina Fox © 2015 Desiring God Foundation. Usado con permiso.
| Traducción: María José Ojeda

