Me pregunto con frecuencia cuántas personas están estancadas en sus relaciones, envueltas en un ciclo repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Repiten los mismos malentendidos; entran una y otra vez en las mismas discusiones; repiten los mismos errores. Una y otra vez las cosas no se resuelven; noche tras noche terminan el día sin reconciliación alguna; despiertan con recuerdos de otro mal momento con un amigo, cónyuge, vecino, compañero de trabajo o familiar y avanzan hacia el próximo momento en que se repetirá el ciclo.
Todo se transforma en algo predecible y desalentador; ellos odian este ciclo. Quisieran que las cosas llegaran a ser lo que alguna vez fueron. Sus mentes oscilan entre la nostalgia y la decepción. Quieren que las cosas sean diferentes, pero parecen no saber cómo liberarse de ellas ni estar dispuestos a hacer lo que posibilitaría el cambio: confesar.
Se dicen a sí mismos que lo harán mejor. Prometen que van a lidiar con sus problemas. Prometen que le pedirán ayuda a Dios. Deciden invertir más tiempo y energía en la relación. Prometen que hablarán más; sin embargo, no pasa mucho tiempo antes de que todas esas promesas se esfumen. No pasa mucho tiempo sin que vuelvan al mismo lugar. Todos sus compromisos de cambiar han sido trastocados por aquella cosa en particular que parecen ser reticentes a hacer: dejar de enfocarse en el otro y poner el foco en ellos mismos.
Este es el punto: en una relación, no hay ningún cambio que no empiece con confesión. El problema para muchos de nosotros es que vemos la confesión como una carga, cuando en realidad es gracia.
Es gracia saber distinguir entre el bien y el mal
El cambio se trata completamente de medirte a ti mismo según un estándar, sentirte descontento con tu situación al ver que no has estado a la altura y buscar la gracia para cerrar la brecha entre tu situación actual y aquella a la cual debes llegar.
Santiago comparó la Palabra de Dios con un espejo (Santiago 1:22-25) en el que podemos mirarnos y vernos a nosotros mismos tal como somos. Es imposible exagerar cuán importante es esto. La cura efectiva siempre va precedida de un diagnóstico certero. Sólo sabes que una tabla es demasiado pequeña cuando puedes someterla a un instrumento de medición. Sólo sabes que la temperatura de tu casa es demasiado alta cuando tienes instalado un sistema de medición llamado termostato.
La Biblia es el instrumento de medición definitivo de Dios. Su propósito es funcionar en cada una de nuestras vidas como una huincha de medir espiritual. Podemos ponernos a nosotros mismos y a nuestras relaciones junto a la Palabra de Dios y ver si cumplimos con su estándar. La Palabra de Dios es uno de los más placenteros regalos de la gracia, y de la misma manera son señales de la gracia divina los ojos que la ven con claridad y el corazón dispuesto a recibirla.
Es gracia entender que el pecado mora en nosotros
Una de las falacias más tentadoras para nosotros —y para cada ser humano en este mundo caído— es creer que nuestros más grandes problemas existen fuera de nosotros en vez de dentro de nosotros. A pesar de esto, la Biblia nos llama a confesar humildemente que el problema más grande, más profundo y más perdurable que cada uno de nosotros enfrenta está dentro de nosotros, no fuera. La Biblia llama a este problema “pecado”. Puesto que el pecado se centra en sí mismo y se sirve a sí mismo, es antisocial y destructivo para nuestras relaciones.
Sabes que has recibido el regalo de la gracia cuando eres capaz de decir, “mis problemas relacionales más grandes se deben a lo que está dentro de mí y no a lo que está fuera”.
Es gracia tener una conciencia que funciona correctamente
Muchas relaciones avanzan en la dirección errada haciendo un viaje exclusivamente de ida —hasta que el corazón se endurece—. En los primeros días de la relación nos interesa ganarnos a la otra persona, ser amorosos, gentiles, serviciales, respetuosos, dadivosos, perdonadores y pacientes.
Sin embargo, dentro de un corto plazo, bajamos la guardia. Ya no somos tan solícitos. El egoísmo reemplaza al servicio. Hacemos y decimos cosas que jamás hubiésemos imaginado al principio de la relación. Nos volvemos cada vez menos generosos, pacientes y perdonadores. Cuidamos más de nosotros mismos que de la otra persona.
Al principio, nuestra conciencia nos molesta, pero finalmente nuestro corazón se endurece y nuestra conciencia ya no nos incomoda. Es una capacidad retorcida que todos los pecadores tenemos: la capacidad de sentirnos cada vez más cómodos con cosas que deberían escandalizarnos, causarnos dolor y avergonzarnos.
Es una señal de la gracia de Dios que nuestras conciencias sean sensibles y que nuestros corazones experimenten dolor centrándose no en los defectos del otro sino en lo que nosotros mismos hemos llegado a ser. Esta sensibilidad es la puerta de acceso a un cambio real y duradero.
Sólo la gracia nos protege de volvernos pretenciosos
Esta es la otra cara de la moneda. Debemos entender la dinámica que opera de un modo tan sutil pero destructivo en nuestras relaciones. Puesto que todos sufrimos de algún grado de ceguera espiritual personal —y puesto que tendemos a ver las debilidades y fracasos del otro con mayor claridad—, empezamos a creer que somos más rectos que la otra persona. Cuando esto sucede, se nos hace difícil pensar que somos parte del problema, y esto dificulta aceptar las críticas y correcciones amorosas de la otra persona.
Esto significa que no sólo la ceguera nos impide cambiar, sino también la forma en que medimos nuestra rectitud personal. Si estamos convencidos de que somos rectos, desecharemos todo cambio posible (y la ayuda que podría provocarlo).
Cuando las dos personas involucradas en la relación creen que son rectas y que la otra persona no lo es, ambas se sienten más insatisfechas, impacientes y llenas de amargura. Mientras tanto, el estado de la relación empeora.
No obstante, ¡hay esperanza! La gracia debilita las pretensiones de rectitud personal. La gracia abre nuestros ojos y ablanda nuestros corazones. Hace más profunda nuestra sensación de necesidad. Nos lleva a encarar nuestra pobreza y debilidad. Nos hace apresurarnos a buscar ayuda y nos da la bienvenida con los brazos abiertos. Cuando dejamos de discutir sobre quién actúa mejor y, en lugar de eso, lamentamos nuestros respectivos pecados, podemos saber que la gracia nos ha visitado y que producirá el cambio en nuestras vidas.
Confesar no debería ser esta cosa aterradora que intentamos evitar por todos los medios. El pecado, la debilidad y el fracaso no deberían ser ese permanente elefante en la habitación que todos sabemos que está pero no podemos (o no querremos) mencionar. Por el contrario, la confesión es un don maravilloso que toda relación necesita. Debería ser liberadora, no entendida como un momento de menoscabo personal y relacional. Nuestra confesión debería ser impulsada por un profundo aprecio y gratitud hacia Dios, quien ha hecho posible que seamos libres del temor a quedar expuestos.
Debido a lo que Jesús ha hecho por nosotros, no tenemos que escondernos ni excusar nuestros errores. Hemos sido liberados de tener que actuar como si fuésemos perfectos. En lo más hondo de nuestros corazones sabemos que no lo somos. Podemos mirar a nuestros problemas a la cara con esperanza y valor porque Cristo ha hecho posible un cambio real, duradero y personal en nuestras relaciones.