Los programas de las iglesias, los ministerios universitarios y las organizaciones independientes de hoy enfatizan la necesidad de un discipulado radical. No siempre está claro a lo que se refieren con esto, pues la palabra «radical» puede ser un término que está de moda. Lo que sí está claro es esto: si la visión que uno tiene sobre el discipulado subestima la disciplina, entonces podemos decir que cualquiera sea el adjetivo que esa persona use antes del término «discipulado», hace que esta palabra deje ser bíblica.
Las palabras discípulo y disciplina derivan de la misma raíz latina y ambas contienen la idea de orden. En alusión al trato que corrige o castiga, la disciplina es la instrucción o el conocimiento dado a un aprendiz (discipulus). El discipulado y la disciplina están inseparablemente conectados; el ministerio de Jesús lo ejemplifica. Cristo no dudó en corregir a sus discípulos (Mt 8:26; Mr 10:14, 16:14; Lc 9:54-55), quienes se referían a él como «Rabí» o «Maestro».
Esto no es sorprendente, porque ¿qué padre piadoso permitiría que su hijo persevere en la desobediencia? Hebreos declara, «porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (12:6, usado completamente). La disciplina del Padre es indispensable para nuestra relación con Él. Cuando el Padre nos adopta en su familia, colmándonos de su amor, nos trata como verdaderos hijos, y esto incluye la disciplina paternal. La disciplina no es un fin en sí mismo; Dios nos disciplina en privado por medio de las consecuencias del pecado y públicamente a través de la disciplina de la iglesia.
Esto quiere decir, en primer lugar, que cada cristiano sufre disciplina en privado por su pecado. Después de que David cometió adulterio con Betsabé y luego de que asesinara a Urías, el Señor envió a Natán para reprenderlo. «Entonces David dijo a Natán: “He pecado contra el Señor.” Y Natán dijo a David: “El Señor ha quitado tu pecado; no morirás. Sin embargo, por cuanto con este hecho has dado ocasión de blasfemar a los enemigos del Señor, ciertamente morirá el niño que te ha nacido.”» (2S 12:13-14). El Señor le envió a David consecuencias por su pecado para vindicar su propio honor y amorosamente llevó a David al arrepentimiento y a la adoración, como lo describe dolorosamente el Salmo 51. John Owen dice, «la disciplina es un efecto de su amor».
Una nota de advertencia: no todo acto de disciplina de la providencia proviene de la disciplina divina. Aunque todo sufrimiento deriva de la caída, no siempre existe una correlación directa entre el pecado personal y el sufrimiento personal, como claramente lo enseñan las narraciones de Job y del hombre que nació ciego (ver Jn 9:3). En esos casos, la mano de la disciplina de Dios estuvo motivada, en primer lugar, para fomentar su propia gloria. No siempre podemos conectar el sufrimiento a un pecado específico.
En segundo lugar, Cristo vio la disciplina como parte del ministerio de la iglesia. Al establecer la iglesia del Nuevo Testamento, Jesús encomendó a sus discípulos las llaves del Reino junto con el poder para atar y desatar (Mt 16:19; 18:15-18; Jn 20:23). El fuerte lenguaje en estos pasajes no deben interpretarse tan literalmente, como si la iglesia tuviera el poder para perdonar o condenar el pecado eternamente. No obstante, Jesús les ha dado poder especialmente a los líderes de su iglesia para regular a sus miembros y su conducta. Él les ordena a quién incluir y a quién excluir y entrega preceptos bíblicos que los miembros deben obedecer.
La disciplina de la iglesia, por consiguiente, tiene aspectos positivos y negativos. Positivamente, la disciplina de la iglesia incluye instrucción y enseñanza. La iglesia es la educadora, la entrenadora y la alimentadora de cada creyente, a medida que el Espíritu actúa por medio de la Palabra predicada, los sacramentos y la disciplina de la iglesia. Negativamente, la disciplina involucra acciones de corrección para los miembros, desde la reprensión hasta la excomunión (Mt 18:15-17). Así es como los líderes de la iglesia utilizan las llaves del Reino.
Los apóstoles y los líderes de la iglesia primitiva comprendieron las instrucciones de Cristo como principios permanentes. La iglesia apostólica ejerció disciplina firme con aquellos que se apartaban de la doctrina o de la práctica de ella. Observa, por ejemplo, la dura amonestación que Pablo hace a los Gálatas por abandonar el Evangelio (Ga 3:1-7), cómo exhorta a los Tesalonicenses a alejarse de los desobedientes (2Ts 3:6; ver Tit 3:10 también) y a la iglesia de Corinto a expulsar a un creyente inmoral (1Co 5:4-8). Al pasar la antorcha del ministerio a Timoteo y a Tito, Pablo insiste que aquellos que pecan deben ser reprendidos públicamente (1Ti 5:20) y quienes hablan en vano y engañan deben ser detenidos (Ti 1:10-11). Judas le pide a la iglesia que salve a algunos «arrebatándolos del fuego; y de otros tengan misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por la carne» (Jud 1:23). La iglesia está para disciplinar a los creyentes si su comportamiento no es consistente con el Evangelio.
Los apóstoles, entonces, vieron la disciplina como un requisito, una función perpetua de la iglesia. La iglesia existe para regular quién es parte de la comunidad, disciplinando a los miembros que erran en la doctrina y en la vida, y expulsando a miembros impenitentes (Mt 18:15-17). No es un fin en sí mismo, la expulsión es el medio público que Dios utiliza para provocar arrepentimiento y para limpiar a su iglesia de la corrupción. «Limpien la levadura vieja para que sean masa nueva, así como lo son en realidad sin levadura», dice 1 Corintios 5:7.
Los reformadores generalmente identificaron tres marcas de una verdadera iglesia: la sana predicación de la Palabra, la correcta administración de los sacramentos y el ejercicio bíblico de la disciplina. Una parte importante del ministerio de la iglesia es llevar a los creyentes de la infancia hacia la adultez espiritual al instruirlos y corregirlos. Citando el dicho de Cipriano, «no puedes tener a Dios como tu Padre si no tienes a la iglesia como tu madre», Juan Calvino explicó que Dios reúne a sus hijos en el seno de la iglesia, «no solamente para que sean mantenidos por él mientras son niños, sino también para que con cuidado de madre los rija y gobierne hasta que lleguen a ser hombres, consiguiendo el objetivo a que conduce la fe» (Institución de la religión cristiana 4.1.1).
De este modo, la disciplina promueve piedad y devoción genuinas en lugar de rebelión y legalismo (en privado y en el ministerio de la iglesia). Los cristianos normalmente crecen en piedad al cultivar disciplinas privadas tales como la lectura y la meditación bíblica, la oración, la lectura devocional y la escritura devocional. Sin embargo, la piedad también es el resultado de la disciplina pública de la iglesia, que debe buscar animar a los cristianos al arrepentimiento y a vivir vidas de obediencia santa, receptiva y gratuita a Dios. La disciplina que se practica de esta manera ofrece la ley como un conjunto de reglas que debemos seguir no para ganarnos la aceptación de Dios, sino para expresar gratitud por ser aceptado en el Amado (Ef 1:6). Los creyentes no alcanzan la piedad genuina al cumplir la ley legalistamente, sino que al vivir vidas de amor impregnadas con la ley de Dios, que fluyen de nuestro estado en Cristo. Por consiguiente, la piedad no es una espiritualidad aislada, sino que un estilo de vida de amor a Dios y al prójimo fomentado por la disciplina espiritual. Esto trae tanto la libertad del amor como la disciplina de la obediencia. De estas consideraciones, podemos concluir que la piedad crece mejor en el contexto de la iglesia, en donde la predicación, la administración de los sacramentos y la disciplina obran juntas para promover una vida piadosa en el hogar, la iglesia y el trabajo.
Sin embargo, en la actualidad, la disciplina ha declinado en la iglesia contemporánea; quienes van a la iglesia se ven a sí mismos como miembros independientes y voluntarios, que no tienen responsabilidades ante nadie. Sin embargo, Hebreos 13:7 dice que la sumisión a Dios y a sus autoridades designadas, no la autonomía, es una señal de fe. Nuestro bautismo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo expresa esta sujeción a la autoridad. Cuando «en Moisés todos [los israelitas] fueron bautizados en la nube y en el mar», ellos fueron bautizados bajo la autoridad que Dios les dio (1Co 10:2). El bautismo en el nombre del Dios trino significa que Dios nos llama a ser sus discípulos y nos pone bajo su autoridad, ejerciendo esa autoridad por medio de la iglesia.
Algunos piensan que la disciplina de la iglesia es cruel; sin embargo, fallan en ver que darle medicina a un enfermo nunca es algo cruel. Otros temen que la disciplina de la iglesia le quite la gloria a la iglesia, lo que les costará respeto y miembros. En realidad, cuando la iglesia aplica fielmente la disciplina, ella crece en respeto, en gloria y, a menudo, en membresía, tal como sucedió después de que Ananías y Safira fueron disciplinados (Hch 5). Otros sostienen que Dios no necesita oficiales para mantener pura a su iglesia, puesto que la venganza le pertenece a Él: Él administrará su propia viña. Es verdad que Dios no necesita al hombre, pero Él delega autoridad a oficiales humanos para que ejerzan disciplina en su nombre, para su gloria y para la pureza de la iglesia. Tristemente, hoy pocos cristianos se dan cuenta de que recibir disciplina de los líderes designados por Jesús, que lideran según la Palabra de Dios, es en realidad recibir disciplina del Padre mismo.
Por lo tanto, la disciplina no puede separarse del discipulado. Esto es evidente en nuestras vidas privadas, pues Dios promete disciplinar a todos sus hijos y, en el ministerio de la iglesia, a sus miembros. Debemos recuperar la enseñanza del Nuevo Testamento, de la iglesia primitiva y de los reformadores, que dice que recibir la disciplina de Dios voluntariamente es una marca distintiva de un verdadero cristiano. Dios prometió discipular y disciplinar a sus hijos, Jesús se lo encomendó a sus discípulos, los apóstoles insistieron en ello en las iglesias y los reformadores la reconocieron como una marca de la verdadera iglesia. Mientras esperamos el día del Juicio, esforcémonos en discipular y disciplinar como Dios lo hace, para que la iglesia esté sin mancha y sea una hermosa novia que espera a su tan esperado Novio.