Estaba desanimado y derrotado. Me había ido a vivir a Scranton, Pennsylvania, para ayudar a plantar una iglesia centrada en el Evangelio, pero no tenía idea de que Scranton sería un lugar tan difícil espiritualmente.
Existía un malestar cultural que envolvía a la región. En el pasado, este lugar había sido el epicentro de la zona de carbón del antiguo noreste, pero esos días dorados quedaron atrás hace mucho tiempo. De hecho, se podría decir que, en Scranton, el sueño americano murió en 1950. La gente en esta deteriorada ciudad montañesa se sentía como si todo les hubiese fallado: las escuelas les fallaron, los políticos les fallaron, las empresas les fallaron y así también la iglesia.
La ciudad había sido construida sobre las profundas minas de carbón donde todos trabajaban. Cuando se abandonaron las minas, no sólo todos perdieron su trabajo, sino que también sus propiedades estaban en peligro. Con bastante frecuencia, la tierra se abría y algún estacionamiento o el patio de alguien desaparecía en un gran vacío sin fondo que alguna vez fue una mina.
El precario estado físico de la ciudad definió la forma de sentir de sus habitantes. Las personas en Scranton ya no creían que ahí podría pasar algo bueno; tampoco creían que a alguien le importara. Como un estudiante en Filadelfia, mucho antes de cambiarnos, escuchaba bromas constantes sobre Scranton, como por ejemplo, «¿sabes quién se postuló para alcalde de Scranton? Nadie… ¡y ganó!».
Dificultad e inmadurez
Tenía 27 años, estaba lleno de energía y de expectativas, en uno de los lugares más difíciles para plantar una iglesia en los Estados Unidos. Cuando nos cambiamos, no tenía idea de lo que enfrentaría, pero no pasó mucho tiempo para que la realidad hiciera su aparición.
Éramos un grupo de creyentes con un poco de dificultades, tratando de ser luz en una ciudad que estaba herida, deprimida y era desconfiada. Las familias a las que buscamos servir luchaban relacional y financieramente. ¡Hubo un tiempo en el que la cifra de desempleo en Scranton era del 17%!
Sin duda, sucedían cosas buenas. Pudimos formar una pequeña comunidad de amor y pudimos ser un refugio para aquellas personas que habían sido heridas por la iglesia. Comenzamos una escuela cristiana como una alternativa a las escuelas de la ciudad que estaban quebradas. Sin embargo, el ministerio en Scranton era pesado y yo era inexperto, orgulloso e inmaduro.
Me había graduado con honores del seminario. Había ganado una variedad de premios y salí de ahí pensando que estaba listo para enfrentarme al mundo incrédulo. No obstante, como pastor joven e inexperto, no estaba listo para el ministerio y mi inmadurez quedó al descubierto rápidamente. En ocasiones, pienso en mis primeros sermones en Scranton y, cada vez que lo hago, quiero enviar una carta de disculpas a todas las pobres personas que tuvieron que escucharlos. Una vez prediqué un sermón sobre el orgullo y pensé que había sido el mejor sermón que jamás había predicado sobre el tema (¡una evaluación que irónicamente carecía de humildad!).
La fórmula para el desastre: no sólo era muy difícil ministrar en el ambiente en el que me encontraba, sino que también mi inmadurez estaba siendo expuesta en todos lados. Cuando la dificultad y la inmadurez chocan, como resultado, siempre va a haber algún tipo de matanza.
No pasó mucho tiempo para que comenzara a sufrir oposición desde fuera de la iglesia y críticas frecuentes desde dentro de ella. Me pareció algo perverso e irrespetuoso en ese momento. Después de todo, había llevado a mi familia a un lugar difícil, estaba trabajando con mucho esfuerzo todos los días por muchas horas y estaba haciendo lo mejor que podía para usar los dones que Dios me había dado. «¡Denme un respiro!», pensé. Sin embargo, ahora que miro hacia atrás, gran parte de su crítica era válida.
La conversación que hizo que quisiera renunciar
Un domingo en la tarde, un hombre de nuestra pequeña iglesia me llamó y me preguntó si podríamos juntarnos a conversar. La hora de cenar era el único momento disponible que tenía al día siguiente, así que mi esposa Luella preparó la comida para nosotros en mi oficina que quedaba en el tercer piso.
Mientras me dirigía a la reunión, esperaba que este hombre me dijera cuánto lo confrontó mi sermón y que, como resultado, necesitaba consejería. No obstante, me quedó muy claro que no quería hablar sobre mi sermón ni sobre él; no, él quería hablar sobre mí. Ninguno de nosotros tocó la comida.
Comenzó criticando la forma en que predicaba y terminó criticando todo sobre mí. ¡No podía creer lo que estaba escuchando! Luego, me preguntó si podía acompañarlo a su casa porque su esposa también quería hablar conmigo. Cuando llegamos allá, ella hizo lo mismo que su esposo había hecho; parecía una eternidad. Para colmo, me dijeron que muchos otros en nuestra pequeña iglesia se sentían de la misma manera.
Esa noche, mientras conducía de vuelta a casa, no sólo quería renunciar al ministerio pastoral; quería morir. Me sentí expuesto, juzgado y condenado y no sabía cómo continuar si las personas sentían eso respecto a mí. ¿Cómo podría ofrecerles consejería pastoral? ¿Cómo podría pararme frente a ellos y predicarles? ¿Cómo podría pedirles que confíen y sigan mi liderazgo? ¿Cómo podría animarlos a invitar a otros a que formen parte de nosotros también?
El llamado a pastorear en Scranton, que había aceptado con tanta alegría, ahora parecía imposible. Las personas que yo pensé que me amaban y que me apoyaban ahora parecían una recopilación de críticas. Era un pastor quebrantado y no sabía cómo continuar.
Durante las siguientes semanas me sentía como si estuviera pedaleando duro en un barro profundo en completa oscuridad sin ningún destino a la vista. Vivía el pastorado por inercia; mi corazón ya no estaba en Scranton. La única forma en la que pude sobrevivir cada semana era fantaseando sobre oportunidades pastorales en otros lugares.
En mi mente, subía al trono como soberano y creaba un ideal de pastorado hipotético, con una comunidad que me amaba a mí y a mis predicaciones y en donde tenía suficiente éxito ministerial. Estas fantasías eran los únicos placeres que encontraba en esos oscuros días; era como una masturbación espiritual. El único problema era que despertaría nuevamente a la realidad de la oposición fuera y a la crítica dentro de la iglesia y rápidamente el desánimo me inundaría nuevamente.
Finalmente, llegué a la conclusión de que mi único escape sería renunciar. Tenía un grado académico y había ayudado a fundar una escuela, por lo que comencé a buscar oportunidades en el campo de la educación cristiana. Nadie sabía que lo estaba haciendo —ni la congregación, ni mis colegas, ni siquiera mi esposa—.
Al principio, todo era fantasía, pero dentro de poco, se transformó en algo que quería vivir personalmente. Encontré un trabajo maravilloso en California y comencé con el primer contacto. Primero fui donde Luella; luego, donde mis líderes y les dije que ya no podría seguir pastoreando Scranton y que iba a renunciar. Luella simplemente me aconsejó no hacer nada hasta que estuviera seguro; mis líderes, me suplicaron que no me fuera. Sin embargo, yo estaba listo para irme; no tenía ni la voluntad ni las fuerzas para continuar. No podría imaginarme una situación en donde quedarme fuera algo que funcionaría para mí o para la congregación. Parecía que ya no confiaban en mí y, sin duda, yo tenía problemas para confiar en ellos.
Al final le dije a los líderes que mi tiempo ya había terminado y que quería agendar un domingo para anunciar mi renuncia. No veía la hora de sacarme el peso de Scranton de mis hombros e irme a lo que parecía ser mucho mejor.
La conversación que salvó mi ministerio
El domingo de mi renuncia llegó, y al final del servicio, acompañado de dos líderes, hice mi anuncio. La pequeña congregación que se reunía esa difícil mañana estaba conmocionada y sorprendida.
Me quedé adelante después del servicio y conversé con persona tras persona que compartía su tristeza por mi partida. «Incluso las críticas pueden ser buenas a veces», pensé. Pero su tristeza no me conmovió en lo absoluto. Cuando el grupo finalmente se fue, aún estaba convencido de irme. No había nadie más en el pequeño edificio que estábamos arrendando, así que fui a cerrar la entrada delantera.
Lo que sucedió después cambió mi vida para siempre.
Al darme la vuelta después de haber cerrado la puerta, me encontré con Bob Wescott parado en la entrada; había estado esperándome. Bob era el hombre más anciano de nuestra congregación, un hombre entrañable, pero que llevaba una profunda lucha con la depresión. Él no era un consejero o un maestro, él sólo era un hombre que trabajaba en ferrocarriles y que estaba a punto de retirarse.
Cuando lo vi, de inmediato deseé que él no estuviera ahí. Sólo quería irme en silencio a casa. No quería hablar con nadie ni tener otra conversación dolorosamente extraña y desanimante. Él me miró de frente y yo casi le dije, «Bob, no sé por qué me esperaste; no puedo hablar ahora». Sin embargo, me quedé callado.
Con una voz tierna, Bob dijo, «¿puedo decirte algo? Tomará sólo un minuto».
Yo dije, «sí, claro».
Entonces, dijo, «sé que estás desanimado, pero quiero que escuches lo que te diré: sabemos que eres joven y un poco inmaduro». (Pensé, «bien, ¡ese es un buen comienzo!»).
Él continuó, «Paul, no te hemos pedido que te vayas». Luego, él dejó caer esta pregunta como una bomba sobre mí: «¿cómo va a madurar la iglesia si los pastores inmaduros se van?».
Inmediatamente, la pregunta hizo explotar mi determinación a irme. Le he contado esta historia a otros a través de los años; les he dicho que, en ese momento, sentí como si Dios hubiera clavado mis pies a esa entrada de esa iglesia. Supe enseguida que no podía renunciar.
El poder transformador de las palabras
Por la gracia de Dios, entendí lo que estaba pasando en ese momento. No sólo tuve que lidiar con las palabras de Bob Wescott; no, estaba convencido de que Dios levantó a este anciano desanimado para llevar palabras de sabiduría rescatadora a un orgulloso pastor joven que estaba a punto de huir. No sólo estuve a punto de huir de Scranton, estuve a punto de embarcarme en el viaje de Jonás: a huir de Dios. No obstante, el hombre menos pensado pronunció las palabras de Dios a unos oídos reacios y todo cambió.
Me alegra que Bob Wescott estuviera dispuesto. Estoy tan agradecido de que él me haya esperado en la entrada de la iglesia; estoy tan agradecido de que me haya hablado de una manera en la que pude oír; estoy tan maravillado ante la gloria de la gracia de aquel que levantó a Bob para rescatarme de mí mismo.
Un hombre, en un momento, estuvo dispuesto a hablar la verdad en amor y la historia de quien escuchó cambió para siempre.
Sin esa conversación, hubiese renunciado al ministerio pastoral. Nunca hubiese ido al Seminario Teológico de Westminster para un mayor entrenamiento. Jamás hubiese trabajado para CCEF (Consejería cristiana y fundación educativa, por sus siglas en inglés) y no hubiese aprendido a aplicar el Evangelio en la cotidianidad de mi vida. Nunca hubiera escrito ni siquiera un libro sobre la gracia transformadora de Dios en situaciones comunes y corrientes, en relaciones y en lugares de un mundo caído. Nunca hubiese experimentado la vida privilegiada de las bendiciones del ministerio escandaloso que se ha convertido en mi historia.
Dios hace que su misericordia invisible sea visible al enviar personas de misericordia para darla a personas que la necesitan. Por lo tanto, pongan atención a las luchas de otros; estén dispuesto a confrontar amorosamente a un hermano creyente que está a punto de huir; den palabras de ánimo a alguien que ya renunció; encarnen la presencia del Señor… ¡y observen lo que Dios hará!
Es imposible encontrar palabras para describir el alcance del tierno cuidado la gracia de Dios y es igualmente imposible predecir a quién va a usar Dios para llevar esa gracia a nosotros. Así que hablen con sus hermanos y hermanas con cuidado. Dios puede usarlos a ustedes para cambiar una historia para siempre.
¿Qué Dios hay como nuestro Dios?