Había escuchado muchas veces la canción Penélope, principalmente una de sus últimas versiones interpretada por Diego Torres; sin embargo, nunca le había puesto mucha atención a su letra hasta hace unas semanas. Lo hice después de leer el capítulo, «Soltera para la gloria de Dios», del libro Mujer Verdadera. En este capítulo, su autora Isabel Andrickson, hablaba de que «la soltería de una mujer cristiana no consistía en quedarse como Penélope, sentada, sin propósito, atenta a que llegue aquella persona», que le daría sentido a su vida. La canción cuenta de cómo Penélope detuvo su reloj esperando en la estación de tren el regreso de aquel caminante que partió prometiéndole volver. Cuando él regresó, ella no lo reconoció porque aquel ideal que por años «tejió en su mente» no se parecía al hombre que tenía en frente.
Pensé dentro de mí, de qué manera me parecía a aquella mujer, que con su traje de domingo se había sentado en aquel banco de pino verde a esperar a su caminante y me sorprendí de lo mucho que me interpretaba.
Las luchas en mi espera
Desde mi niñez las etapas de mi vida se habían cumplido sin grandes contratiempos. Terminé mi carrera universitaria sin haber reprobado ramos y comencé la vida laboral casi a los dos meses después de titularme. Hasta ese momento, todos los eventos de mi vida habían salido dentro de lo «planificado». En lo profundo de mi, esperaba que se cumpliera el paso siguiente que era encontrar a un hombre creyente que amara a Dios, casarme con él, tener hijos y formar una familia.
Tal como la historia de Penélope, comencé a esperar a mi caminante, y de algún modo se detuvo el reloj de mi corazón aguardando cada día ese primer tren de la mañana. Seguía sirviendo a Dios en mi iglesia local y desarrollaba mis labores profesionales; sin embargo, mi alma no podía descansar en la soberanía de Dios y así vivir en plenitud el presente. Me sentía incompleta y comencé a percibir aquella presión de cumplir los estándares sociales. Muchas veces me pregunté si me dolía más mi necesidad de compañía sentimental o el sentimiento de fracaso por no ser como el resto de mis amigas ya casadas con planes de tener hijos.
De muchas formas me quedé esperando sentada en los bancos del andén. Mi espera dejó de ser aquella que confía en el amor del Padre Celestial, quien sabe lo que es mejor para cada uno de sus hijos. Sentía una cierta vergüenza por no cumplir con las expectativas que en ese tiempo tenía sobre ser una mujer realizada, muchas veces influenciada por las ideas de este mundo posmoderno. Me avergonzaba incluso de mi virginidad y batallaba dentro de mí con la idea de que ser una mujer soltera, que deseaba honrar al Señor, significaría no vivir la hermosa experiencia de la intimidad sexual que Dios en su sabiduría había reservado para el matrimonio.
Por mucho tiempo, evité tocar el tema sentimental a toda costa, me daba miedo que me preguntaran si estaba en alguna relación sentimental o cuándo me iba a casar. Aun en la iglesia, muchas veces los solteros sentimos aquella presión con expresiones tales como: «estamos orando por la persona que Dios tiene preparada para ti» o «no deje de orar con fe». Las amigas casadas, muchas veces en un acto de amor sincero, intentan animarnos con frases como: «no te has perdido de nada» o «aprovecha que aún puedes dormir toda la noche». Por otra parte, me angustiaba pensar que los años pasaban y que mi reloj biológico algún día se detendría impidiéndome así ser madre y vivir las hermosas experiencias de amamantar y criar.
Muchas veces, me cuestioné por qué no estaba acompañada. Me preguntaba: ¿fue correcto haber terminado esa relación? ¿Seré yo la culpable de no conseguir un esposo? ¿Seré realmente exagerada por rechazar invitaciones de hombres no creyentes? La idea absurda de que «yo podría convertirlo a Cristo» se me cruzó un par de veces por la cabeza.
Aprendiendo a mirar al Novio
A lo largo de los años, comencé a darme cuenta de que la espera de mi caminante no era lo que iba a dar plenitud a mi corazón. Que las luchas y el dolor son parte de este mundo roto y que mi sufrimiento no era el centro del universo. Que cada mujer que conocía vivía su propio dolor, algunas pasando por procesos de separación, hijos enfermos, conflictos en sus matrimonios, o experimentando soledad aun teniendo un esposo e hijos. Aquel caminante puede ser cualquier cosa que esperamos que parece prometer plena felicidad. El problema de mi corazón no era estar soltera, sino que mis ojos no estaban puestos en Aquel que llena todo vacío, y puede dar verdadera plenitud.
Un día, llegó a mis manos el libro No desperdicies tu vida, del pastor John Piper. Una frase del autor llegó muy profundamente a mi corazón. Él decía que «Dios es más glorificado en nosotros, cuando estamos más satisfechos en él». Tal declaración, me paralizó literalmente por unos segundos, estremeció por completo mi corazón, conmoviéndome hasta las lágrimas. El saber que estar satisfecha en él, era una forma de darle gloria, era absolutamente nuevo para mí. Definitivamente, Dios no era en sí mismo la fuente de mi motivación y mi deleite. Hasta ese instante creía que servirle fielmente en mi iglesia local e intentar vivir una vida correcta era la mejor forma de darle gloria y vivir para él. Desde ese momento, su precioso Espíritu Santo comenzó a recordarme un clamor que se transformó en mi oración constante: Señor concédeme la gracia de amarte y que tu belleza y carácter sean el deleite de mi vida, solo así todos mis demás anhelos tendrán el orden de prioridad correcto. Concédeme gozarme en ti, sea cual sea mi circunstancia.
La esperanza que trae gozo
A diferencia de lo que dice la canción Penélope, nuestro Caminante no nos ha dejado solos mientras esperamos su regreso. Su precioso Espíritu Santo nos acompaña cada día y nos ayuda en nuestra debilidad. Tengo absoluta certeza de que él siempre ha sido fiel en sostenerme en mi espera. En mi desconfiada espera de años y también en la que intento vivir hoy tomada de su mano, por su gracia estoy viviendo mi presente sabiendo que él hará lo mejor. Y tengo seguridad de que él me seguirá sosteniendo, a pesar de mis altos y bajos.
No sé si me casaré en esta tierra algún día, solo mi Padre Celestial que me ama sabe esa respuesta. Sin embargo, de algo sí estoy segura y me llena de gozo: Jesús, mi perfecto Caminante, volverá por mí un día, y a diferencia de Penélope, sí lo reconoceré, veré su gloriosa estampa, como el Novio que nunca ha dejado de interceder por su novia, quien se entregó por ella muriendo en una cruz para darle un traje resplandeciente de lino fino. Somos esa novia que será desposada por Jesús y que vivirá junto a él eternamente.
El sonido del tren ya se siente a lo lejos, levantémonos y vivamos para su gloria.