«Háganlo todo sin quejas» (Fil 2:14). Es extraordinariamente fácil pasar por alto este mandato sin escuchar realmente esta molesta palabra: todo.
¿Hacerlo todo sin quejas? Sí, todas las cosas: despertar con dolor de garganta, recibir críticas, pagar un boleto de estacionamiento, salir con lluvia en primavera, ser hospitalarios con las visitas en casa, disciplinar a tus hijos, cambiar un neumático desinflado, responder correos y hacer todo lo demás sin una palabra de queja. «Esta enseñanza es muy difícil», podríamos sentirnos tentados a decir: «¿Quién puede aceptarla?» (Jn 6:60, NVI).
Muchos de nosotros despertamos determinados a «quejarnos» y pasamos nuestros días quejándonos sobre una gran variedad de objetos que se interponen en nuestro camino. Podríamos disfrazar la queja con mejores palabras: «desahogarse», «ser honesto», «quitarme algo de encima» o incluso «compartir peticiones de oración». Sin embargo, Dios sabe lo que estamos haciendo y, si realmente lo pensamos, a menudo nosotros también lo sabemos. La queja es el murmullo del corazón humano caído y a menudo un sello distintivo del pecado que habita en los cristianos.
Eso hace que quienes no murmuran sean personas peculiares en este mundo. Como Pablo continúa diciendo, quienes hacen «todo sin quejas» resplandecen como luminares en el mundo (Fil 2:14-15).
La voz del descontento
El uso que hace Pablo de la palabra queja (y su referencia a Deuteronomio 32:5 en el siguiente versículo) nos lleva de vuelta al desierto entre Egipto y Canaán, donde encontramos a ese grupo de experimentados quejumbrosos. ¿Qué nos enseñan sus cuarenta años en el desierto sobre la queja?
Nos enseñan que la queja es el descontento hecho audible (el desprecio del corazón que se escapa por la boca). Es el sonido que hacemos cuando tenemos «un deseo insaciable» por algo que no tenemos y nos inquieta (Nm 11:4; Sal 106:14).
No es necesario que el objeto de nuestro deseo deba ser malo, pues a menudo no lo es. Los israelitas, por ejemplo, apuntaban a placeres bastante inofensivos en sí mismos: comida y agua (Ex 15:24; 16:2-3; 17:3), un pasaje seguro a la Tierra Prometida (Nm 12:2-4), comodidad (Nm 16:41). Sin embargo, sus deseos por estas cosas buenas de alguna manera se tornaron malos, pues los querían más rápido de lo que Dios escogió dárselos; los querían más que a Dios mismo.
Así sucede también con nosotros. Queremos una tarde relajante en casa, pero recibimos el llamado de un amigo que necesita ayuda para cambiarse de casa. Queremos un trabajo que se sienta significativo, pero nos quedamos estancados en las hojas de cálculo, o más importante, queremos el futuro que planeamos, pero obtenemos uno que nunca quisimos.
«Injusto», dice una voz dentro de nosotros; «eso no está bien», dice otra. Los deseos se transforman en expectativas; las expectativas se transforman en derechos. Y en lugar de llevarle nuestra desilusión a Dios y permitir que sus palabras nos calmen, dejamos que el deseo insatisfecho se convierta en descontento. Nos quejamos.
Quejándonos contra nuestro bien
Sin embargo, quejarnos es más que la voz del descontento; también es la voz de la incredulidad. Nos quejamos cuando nuestra fe en los buenos propósitos de Dios flaquea. Como estamos poco dispuestos a confiar en que Dios está obrando esta desilusión para nuestro bien, ahora solo tenemos ojos para lo doloroso.
Cuando los israelitas terminaron de sepultar a la última generación del desierto, Moisés reveló el propósito de Dios de todas sus pruebas en el desierto: «[Dios] te condujo a través del inmenso y terrible desierto… para humillarte y probarte, y para finalmente hacerte bien» (Dt 8:15-16 [énfasis del autor]). Qué trágico comentario sobre esas tumbas en el desierto. En cada sepulcro en ese desierto se grabaron las palabras: «nos quejamos contra nuestro propio bien».
Dios ya les había dicho eso después de su primer episodio de queja. Él les presentó una opción: podían escuchar «atentamente la voz del Señor [s]u Dios» (Ex 15:26) o seguir a la turba enfurecida dentro de sí mismos. Bueno, conocemos la historia; siguieron la turba.
Nuestras propias quejas, de igual manera, se basan en una interpretación de Dios, de nosotros mismos y de este mundo que está totalmente fuera de sintonía con la realidad. (Por supuesto, se siente como realidad; la voz de la serpiente siempre parece real). Nos quejamos porque hemos escuchado atentamente a la voz de otro aparte del Señor nuestro Dios y hemos comenzado a repetir esas palabras. En lugar de clamar a Dios: «¡ayúdame a confiar en que eres bueno!», nos quejamos, contamos y nos desahogamos; el equivalente a decir: «Dios, tus caminos no son buenos».
Deja ir la queja
Como todas las tentaciones comunes para un hombre, la tentación a quejarse siempre viene con «la vía de escape, a fin de que puedan resistirla» (1Co 10:13). Pero, ¿cómo? ¿Cómo podemos confrontar nuestra tendencia a la queja y, sorprendentemente, comenzar a hacer «todo sin quejas» (Fil 2:14)?
1. Arrepiéntete de los deseos caprichosos
Cuando reconozcas algunas palabras de queja, detente y pregúntate:
- ¿Qué estoy deseando ahora más de lo que deseo la voluntad de Dios?
- ¿Qué anhelo se ha vuelto más importante que los mandamientos de Dios?
- ¿Qué deseo se ha hecho más dulce que conocer a Jesucristo como mi Señor?
Dios nos ha dado todo lo que necesitamos para dejar de quejarnos (aun en la prisión, aun de camino a nuestra propia ejecución). Además de reconocer nuestras quejas, entonces, debemos arrepentirnos de esos deseos caprichosos que impiden que digamos con Pablo: «conforme a mi anhelo y esperanza de que… Cristo será exaltado en mi cuerpo, ya sea por vida o por muerte» ya sea por consuelo o por desilusión; por esperanza cumplida o por esperanza postergada (Fil 1:20).
2. Recuerda la palabra de vida de Dios
Puesto que nuestras quejas se basan en una falsa interpretación de la realidad, necesitamos que Dios reinterprete nuestras circunstancias por nosotros. Por lo tanto, como nos dice Pablo, dejamos de lado la queja al «sosten[er] firmemente la palabra de vida» (Fil 2:16).
Sostener firmemente implica esfuerzo y atención. La queja extrañamente se irá si simplemente nos movemos alrededor de vagos pensamientos acerca de la bondad de Dios. Necesitamos tomar las palabras específicas de Dios y, con implacable intensidad, aferrarnos a ellas con más fuerza de lo que nos aferramos a nuestras propias palabras de descontento.
¿A qué palabras de Dios debemos aferrarnos firmemente en esos momentos? A cualquiera que confronte nuestro clamor interior de voces con la verdad de la abundante bondad de Dios (Sal 31:19), nuestros beneficios en Cristo (Sal 103:1-5), la claridad de nuestro futuro (1P 1:3-9), la soberanía de Dios en nuestras pruebas (Stg 1:2-4) y los placeres de la obediencia (Sal 19:10-11), por ejemplo.
Para apegarnos más al contexto del mandamiento de Pablo, considera aferrarte a esta joya de promesa: «Y mi Dios proveerá a todas sus necesidades, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús» (Fil 4:19). Las gloriosas riquezas para cada necesidad son nuestras en Cristo. Aférrate a esa palabra.
3. Responde a Dios en fe
Finalmente, toma estas palabras y vuélvelas a Dios, quien es nuestro pronto auxilio (Sal 46:1). En otras palabras, reemplaza la queja con su justo opuesto: la oración. Cada decisión a quejarse es una decisión de no orar, de no verter nuestros corazones ante Dios, de no acercarnos a su poderoso trono de gracia. De la misma manera, cada decisión de orar es una decisión de no quejarse.
Por supuesto, incluso en la oración la pelea continúa. Nuestras mentes a menudo vagan de vuelta a cualquier persona o circunstancia que nos ha agitado. Sin embargo, sigue dirigiendo tu mente de vuelta a Dios. Sigue peleando para llevar tu atención de vuelta al Dios que te hizo, que te conoce, que te ama, que te compró y que llevará tu santidad a término en el día de Cristo Jesús (Fil 1:6).
Las quejas no pueden permanecer en la presencia de este Jesús. Con el tiempo, deben dar paso a la gratitud. Deben arrodillarse a la fe. Deben dar paso a la alabanza.