Pasé la mayoría de diciembre (bueno, lo admito, de noviembre también) mirando películas de Navidad en la televisión. Es cierto, no son grandes éxitos de taquilla. Sé qué esperar cuando las veo y quizás es por eso que las disfruto. Son inocentes, felices y fiables.
Sin embargo, una cosa que siempre noto en las películas de ese género es que inevitablemente cuando una mujer está confundida respecto a si debe buscar una relación con un hombre, su amiga (o madre), le pregunta, «¿qué te dice tu corazón?».
El corazón del hombre
Usamos la palabra «corazón» de muchas maneras. Por supuesto, la usamos para referirnos a nuestro corazón físico, el que bombea sangre a todo nuestro cuerpo y nos mantiene vivos. En las películas, a menudo se usa para referirse a cómo se siente alguien respecto a algo, en oposición a lo que alguien piensa. Sin embargo, la Biblia usa la palabra «corazón» de una manera un poco diferente.
En la Biblia, «el corazón» es el centro de uno mismo. Es el núcleo de una persona. Se refiere a quiénes somos, nuestra identidad, el verdadero yo. El yo interior incluye nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestros sentimientos, nuestra personalidad, nuestras motivaciones, nuestras intenciones y las decisiones que tomamos. Es lo que nos dirige. «Como el agua refleja el rostro, así el corazón del hombre refleja al hombre» (Pr 27:19).
Puesto que Dios ha creado a los seres humanos, hechos a su imagen y para su gloria, somos llamados a amar a Dios con todo nuestro corazón (Dt 6:5). No obstante, debido a la caída, nuestros corazones no son como deberían ser. Nacemos con corazones pecadores. Nuestros pensamientos, deseos, intenciones y decisiones no tienen su centro en Dios; al contrario, vivimos para nosotros mismos. Vamos tras nuestros propios anhelos y deseos lejos de Dios.
La Biblia enseña que necesitamos corazones nuevos para conocer a Dios y obedecerlo, «Además, les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que anden en mis estatutos, y que cumplan cuidadosamente mis ordenanzas» (Ez 36:26-27). Esto fue cumplido por medio de la obra de Cristo en nuestro lugar (Ef 2). Somos hechos nuevos a través de lo que Cristo ha hecho y por medio del ministerio del Espíritu que obra en nuestros corazones para transformarnos.
Aunque nuestros corazones han sido limpiados y hechos nuevos, aún batallamos contra el pecado. Aún vivimos en un mundo que está manchado por el pecado en donde las tentaciones abundan, donde la presencia del pecado permanece en nosotros, donde el maligno aún merodea, y donde el mundo odia a Dios. Todas estas fuerzas nos influencian. Aunque la guerra por nuestros corazones ha sido ganada, la pelea aún existe. Vivimos el resto de nuestras vidas luchando contra estas influencias.
Lo que esto quiere decir es que, aunque tenemos un corazón nuevo, tenemos que guardarlo y protegerlo.
Guarda el corazón
En Proverbios 4, se nos advierte, «con toda diligencia guarda tu corazón, porque de él brotan los manantiales de la vida» (Pr 4:23). Porque el corazón es el centro de quien eres, porque del corazón fluyen nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones (Lc 6:45), debemos estar vigilantes y alertas para guardar nuestro corazón. Pero, ¿qué significa esto?
Debemos estar conscientes de lo que pasa en nuestros corazones. No hay pasividad en la vida cristiana. Cada acción que realizamos, cada palabra que decimos, cada meta que perseguimos, cada respuesta que damos, todo viene del desbordamiento de nuestro corazón. Esto significa que debemos estar conscientes de lo que contiene nuestro corazón. ¿Cuáles son nuestros pensamientos, nuestros deseos y nuestras motivaciones? ¿En qué cosas nos detenemos en los momentos de silencio de nuestro día? ¿Qué es lo que más anhelamos? Desarrollar tal perspicacia es importante para guardar nuestro corazón.
Debemos preservar nuestro corazón como la única residencia para Cristo. Cristo es el Señor y Amo de nuestro corazón. No podemos permitir que nada más invada nuestros corazones y los transforme en su hogar. Tenemos que hacer lo que sea necesario para guardarlo para Cristo. La rebeldía pecaminosa de nuestro corazón consta en buscar otros señores y amos para adorar en vez de a Dios. Buscamos vida en otras personas, cosas, circunstancias y experiencias en vez de hacerlo en Cristo. Esto significa que tenemos que estar alertas de los ídolos de nuestro corazón. Tales ídolos incluyen el éxito, las relaciones, el dinero, la influencia, la salud, la belleza y muchos más. Debemos arrancarlos de raíz y reemplazarlos con un amor y un afecto más grande por Cristo.
Debemos mantener nuestros corazones sanos: cuidamos nuestro corazón físico al tener una dieta, un descanso y un ejercicio adecuados. Hacemos lo mismo con nuestro corazón espiritual. Debemos alimentarlo con la dieta saludable de la Palabra de Dios, en el que encontramos la sabiduría para la vida. La Palabra de Dios da forma a nuestros pensamientos, a nuestras emociones, a nuestros deseos y a nuestras intenciones. El Espíritu usa la Palabra de Dios para convencer a nuestros corazones de pecado, para llevarnos al arrepentimiento y para aplicar el Evangelio de la gracia. Esto involucra la lectura, el estudio y la meditación diaria en su Palabra. Involucra participar en la adoración cada Día del Señor en donde escuchamos la Palabra de Dios predicada y enseñada. También mantenemos nuestros corazones saludables al permanecer en Cristo por medio de la oración, buscando su gracia y su sabiduría en nuestras vidas. Nuestros corazones también son fortalecidos cuando participamos en la vida comunitaria de la iglesia (por medio de la comunión, el discipulado, las canciones de adoración en conjunto, la oración con otros y por otros, el servicio mutuo y el ánimo que nos damos unos a otros en el Evangelio).
Debemos prepararnos a nosotros mismos para la batalla con el fin de proteger nuestros corazones: en esta vida, estamos en guerra y en tiempos de guerra por lo que siempre debemos estar en guardia. La Biblia nos enseña lo que debemos hacer para prepararnos para la guerra: «revístanse con toda la armadura de Dios para que puedan estar firmes contra las insidias del diablo. Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef 6:11-12). Tal armadura incluye el cinturón de la verdad, la coraza de la justicia, el calzado del Evangelio de la paz, el escudo de la fe, el casco de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios.
Dios no nos dejará ir: debemos estar alerta y vigilantes, y debemos ser intencionales para guardar nuestros corazones. Sin embargo, habrán momentos en los que seremos debilitados por nuestro pecado, por el mundo a nuestro alrededor y las fuerzas espirituales que obran en nuestra contra. En esos momentos, tenemos que recordar y confiar en la promesa de Dios de que nos guarda para la eternidad. Aunque debemos esforzarnos para guardar nuestros corazones, Dios es quien finalmente nos preserva y nos guarda. «Estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús» (Fil 1:6). Aunque podríamos tropezar en nuestros deberes, Dios no permitirá que nada ni nadie nos separe de él (Ro 8:35-39). Que tu corazón descanse en esta verdad hoy.