Todos estamos bastantes hambrientos de gloria. Nos importa profundamente lo que otros piensan de nosotros o al menos lo que las personas apropiadas piensan de nosotros. Queremos ser importantes, especiales, talentosos, espirituales, únicos, maduros, sabios, adinerados, populares, exitosos y queridos. Queremos que se nos dé mucha importancia: ser glorificados. Algunos de nosotros podríamos no querer demasiada gloria, solo lo suficiente para hacernos sentir mejor que cualquier otra persona. De cualquier forma, tenemos un problema: queremos buscar gloria. Y a ese mundo que busca gloria vino un Dios que renunció a su gloria.
Y [María] dio a luz a su Hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón.
En la misma región había pastores que estaban en el campo, cuidando sus rebaños durante las vigilias de la noche. Y un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: «No teman, porque les traigo buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; porque les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: hallarán a un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
De repente apareció con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, alabando a Dios y diciendo:
«Gloria a Dios en las alturas,
Y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace» (Lc 2:7-14).
El gozo del cielo es expuesto mientras la alabanza rebosa a los pastores esa noche. ¿Qué es tan deleitable, tan emocionante sobre el momento en que Jesús renunció a su gloria? ¿Y por qué a menudo no compartimos la exuberancia de los ángeles por el nacimiento de Jesús? Aunque sabemos que este es un día importante para nuestra fe, su nacimiento a menudo es visto como un trampolín hacia las cosas más grandes y más importantes que hizo Jesús: su ministerio, su muerte y su resurrección. Sin embargo, ninguno de esos momentos obtiene una declaración así de celestial.
Por tanto, ¿qué es tan digno de elogio sobre el bebé recostado en el pesebre?
Jesús, el perfecto
Con frecuencia, no estamos entusiasmados por el nacimiento de Jesús, porque no entendemos la razón por la que vino como un bebé. ¿Acaso no habría sido más eficiente que descendiera a la tierra a los treinta años para llevar a cabo su ministerio y luego pagar por nuestros pecados en la cruz? Si su muerte y resurrección era todo lo que Él vino a hacer, ¿por qué llegar como un bebé y pasar treinta años haciendo cosas domésticas?
Porque nuestra gran necesidad no era solo que nuestros pecados fueran pagados. Imagina que buscas entrar a una organización especial. El costo de la membresía es de un millón de dólares. El problema es que no tienes un millón. No solo eso, ¡actualmente tienes una deuda de un millón de dólares! Por supuesto que necesitas pagar tu deuda, pero estar en cero aún no compra tu entrada. Necesitas una cantidad a favor de un millón de dólares. De la misma manera, la salvación no solo requiere la ausencia del pecado, sino que la presencia de la perfección. Jesús nos dijo: «si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos» (Mt 5:20).
Jesús vino como un niño para ganar esa justicia por nosotros. Una justicia pura, perfecta sin ninguna mancha ni arruga. Él fue hecho como nosotros en todas las cosas (Heb 2:17): en su infancia, en su niñez, en su adolescencia y en su adultez; en enfermedad y en salud, en alegría y en tristeza, en aflicción y en sufrimiento, en lo doméstico y en lo importante. Él fue tentado en todas las cosas igual que nosotros, pero sin pecado (Heb 4:15). Jesús vivió una vida perfecta, desde su nacimiento hasta su muerte, para que podamos ser revestidos en Él, el Único que se ha convertido en nuestra justicia ante Dios (Gá 3:27; 1Co 1:30).
Ese infante acostado en un pesebre es la única razón por la que podemos ser salvos. Él no solo vino a quitar nuestro pecado, sino que a ganar nuestra justicia. Por medio de su obediencia, todos somos hechos justos (Ro 5:19).
Jesús, el humilde
Hace poco le levanté la voz a mis hijas. Después de un día completo cuidándolas, preparando sus almuerzos, llevándolas al baño, limpiando manualidades y escuchando sus quejas que eran más de lo usual, comencé a enojarme. Decidí hacer lo correcto, me agaché a su nivel para pedirles perdón. Justo antes de que las palabras se escaparan de mi boca, mi hija mayor preguntó con condescendencia: «mami, ¿te vas a disculpar con nosotras ahora? Porque no fuiste muy amorosa».
Luché con contener la ola del enojado diálogo interno: «¡¿Per-dón?! ¡¿No soy amorosa con ustedes?! ¡Hago todo por ustedes! ¡Todo el día! Y todo lo que hacen es quejarse y pelear entre sí. Ahora solo porque me molesté un poco, ¡¿piensan que soy yo la que está equivocada?!». La humildad no es natural para nosotros, especialmente cuando debemos mostrarla a quienes consideramos «menos maduros» que nosotros mismos.
Sin embargo, Jesús no consideró su deidad como algo que imponer sobre nosotros, sino que se despojó a sí mismo, escogiendo venir como un siervo a nuestra semejanza, escogiendo venir como un bebé (Fil 2:6-7). La profunda importancia de esto no puede sentirse sin recordar quién es este Dios-Hombre. La Biblia nos dice que Jesús es la imagen del Dios invisible, por quien y para quien todas las cosas fueron creadas, el resplandor de la gloria de Dios y el Único que sostiene todas las cosas por el poder de su Palabra (Col 1:15-17; Heb 1:3; Jn 1:1-5). Considera las implicaciones alucinantes de esto en su nacimiento:
Jesús, a quien todas las cosas están sometidas, voluntariamente se sometió a las limitaciones de la humanidad como un embrión en el vientre de una adolescente.
Jesús, quien sostiene las galaxias que no se han visto, se dejó nutrir en el vientre de María.
Jesús, quien hizo los árboles que se convirtieron en el pesebre, permitió ser acunado dentro de uno.
Jesús, quien da fuerza a todo ser humano, se dejó sostener y sujetar por brazos humanos.
Jesús, el Único sin principio, se permitió nacer.
Jesús, la Palabra, limitó su lenguaje a un llanto indefenso.
Jesús, quién no conocía un momento de ausencia de honor del cielo, vino a un mundo de cabras balando y de aroma a ganado. Sin desfile, sin alfombra roja, sin honor.
Jesús, el Juez del Apocalipsis cuyos ojos son llamas de fuego, primero llegó como un infante indefenso, incapaz de soportar el peso de su propia cabeza.
Jesús, a quien se le debe toda gloria, dejó de lado su gloria al descender a la suciedad de nuestra atmósfera empapada de pecado donde aquellos dignos de vergüenza están profanamente hambrientos de gloria.
La humildad es gloriosa
Juan 1:10-11 dice: «Él estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de Él, y el mundo no lo conoció. A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron». Jesús podría haber gritado como yo: «¡hago todo por ustedes! ¡Yo mantengo sus átomos unidos! Por mi elección consciente, están vivos ahora mismo. Todo lo que hacen es quejarse, reclamar y buscar sus propios caminos. Y ahora cuando vengo a ayudarles, me rechazan». Pero no lo hizo. Piénsalo nuevamente: no lo hizo.
Jesús, la única persona que no debe ser humillada, se humilló a sí mismo como siervo por una humanidad desagradecida y orgullosa. ¡Aleluya! ¡Gloria en las alturas! Servimos a un Dios que mora en un lugar alto y santo, pero también con los de espíritu contrito y humilde (Is 57:15). ¡Nuestro Dios renunció a su lugar exaltado en el cielo para morar humildemente con el hombre pecador! Es la humildad de Dios lo que lo hace sumamente glorioso.
¡Que el humilde Jesús, el Único justo sea grandemente exaltado en este tiempo de Navidad! Unámonos al coro celestial y celebremos a nuestro glorioso Dios. ¡Gloria en las alturas! Porque nuestro Dios ha venido a salvar a los pecadores y a revelarse a los humildes.
Has tu majestad dejado,
A buscarnos te has dignado
Para darnos el vivir
En la cruz fuiste a morir.
Canta la celeste voz
En los cielos gloria a Dios
En los cielos gloria a Dios