el que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción, pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. (Gálatas 6:8)
«Es hora de que la aplicación de la ley se organice tanto como el crimen organizado». Esta cita, atribuida a Rudy Giuliani, ex alcalde de Nueva York, refleja con una pizca de humor la triste realidad de que, en la práctica, son más las leyes existentes que aquellas que en verdad se cumplen.
Gálatas, sin embargo, nos habla de una realidad distinta: Las leyes humanas pueden ser impunemente violadas, pero cuando se trata de Dios —el mayor legislador de todos—, siempre hay una consecuencia —a corto o a largo plazo—.
«No os dejéis engañar», dice Pablo; «de Dios nadie se burla; pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará» (v. 7). El apóstol menciona una ley general, pero aunque sea válida en diversos casos, en Gálatas tiene una aplicación concreta: Pablo habla de hacer el bien a otros (vv. 6, 9-10). ¿A qué se refiere con que segaremos lo que sembremos?
En el contexto de la carta, como lo deja entrever el apóstol, los gálatas aún no acostumbraban compartir con el prójimo. Es probable, no obstante, que se tratase de algo premeditado, y lo que Pablo hace, en respuesta, es advertirles que Dios no pasaría esto por alto: las consecuencias se ajustarían a la acción: «El que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción, pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna» (v. 8).
¿Qué nos motiva cuando, como diría el apóstol Juan (1 Jn 3:17), le «cerramos nuestro corazón» al hermano en necesidad? ¿No indica eso que estamos más interesados en autocomplacernos?
A la luz de nuestro texto, deberíamos entender que quien hace eso siembra para su naturaleza pecaminosa. Dios, sin embargo, ha establecido una regla, y esa regla es que, en un caso como este, cosecharemos perjuicio.
Excusas, como siempre, puede haber miles, pero por más que engañemos al resto, experimentaremos en carne propia la inviolabilidad del principio. No debiese sorprendernos que, cuando caemos en esto, perjudiquemos nuestro crecimiento espiritual.
Por eso, como dice Pablo, no debemos cansarnos de hacer el bien (¡y en especial a la «familia de la fe»! — vv. 9-10). Esperar la cosecha puede parecer largo, pero si perseveramos en ello, cosecharemos a su debido tiempo.
¿Has sentido que tu crecimiento espiritual se ha detenido —o que no ha alcanzado tus expectativas—? Un buen punto de partida sería evaluar lo que has estado sembrando. Quizás estés en esa larga espera —esa que incluso acompaña a los que siembran para el Espíritu—, pero si estás sembrando en el terreno de la autocomplacencia, es hora de detenerse a pensar: «¿Cómo estoy viviendo mi vida, y en particular mi entrega a los demás?» Identifica lo que debe cambiar, busca la ayuda de Dios, y espera confiado el fruto prometido.