Porque si alguno se cree que es algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Pero que cada uno examine su propia obra, y entonces tendrá motivo para gloriarse solamente con respecto a sí mismo, y no con respecto a otro. (Gálatas 6:3–4)
Alguien ha dicho que lo que más nos asusta no es que nos mientan, sino que nos digan una verdad en especial: la verdad sobre nosotros mismos. Nadie más que nosotros, en este mundo, accedemos a los últimos rincones de nuestro corazón, pero cuando captamos la indulgencia con que nos autoevaluamos, debemos reconocer que, al recorrer esos rincones, pareciera que lo hiciéramos vendados.
Pablo, en esta sección de su carta, destapa un aspecto de esa verdad incómoda, y su diagnóstico, libre de ambigüedades, cae como un balde de agua fría: «si alguno se cree que es algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo» (v. 3).
Anteriormente ha estado enseñando que la unidad de los creyentes exige una conducta solidaria, pero ahora, queriendo excluir por completo la crueldad de la competitividad, califica esta actitud de absurda atacando nada menos que su centro de origen: las pretensiones del orgullo humano. Alguien podría creer que, en las palabras de Pablo, hay lugar para las excepciones, pero la trayectoria que sigue hace claro que absolutamente nadie tiene nada de qué jactarse.
¿No están acaso corrompidos todos los rincones de nuestro ser? ¿No es evidente que, cuando se trata de nuestro amor y servicio a Dios, sólo podemos responsabilizar al Espíritu, que consigue producir esos frutos en corazones naturalmente áridos como los nuestros?
Quien crea lo contrario, dice Pablo, sólo se engaña a sí mismo. Por eso nos llama a abandonar las comparaciones, y si hemos de evaluar, debemos centrarnos únicamente en determinar cuánto hemos avanzado individualmente. Esa, por así decirlo, es la única comparación que deberíamos atrevernos a hacer: la comparación con el creyente que éramos el día de ayer.
¿Podemos hacer este ejercicio y comprobar que, con la ayuda del Espíritu, hemos crecido desde que Dios nos llamó? Sería extraño que, siendo verdaderos creyentes, no hubiese progreso alguno. ¿Podemos, por otro lado, observar avances en relación con las luchas personales que hemos enfrentado más recientemente?
Evitemos distraernos con «lo que los demás deben hacer», y trabajemos, desde hoy, por alcanzar las metas individuales que Dios nos está poniendo por delante. Cada uno tiene las suyas, y es importante que comencemos por identificarlas. ¿Cuál será tu prioridad? Ora, trabaja en ello, y disponte a ver cambios.