Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. (Gálatas 5:25–26)
Es muy probable que, en alguna ocasión, hayas visto un automóvil arrastrar a otro usando algún tipo de cuerda. El avance, como es evidente, depende del primero, pero el conductor del segundo no puede girar en cualquier dirección: debe asegurarse de seguir a quien lo lleva.
En la vida cristiana opera un principio similar, y sin embargo, el creyente no siempre es consciente de que debe seguir también la dirección establecida por el Espíritu que le da vida. Éste, como ha dicho Pablo, es lo único que puede unirnos a Dios, pero con frecuencia ocurre que, en el día a día, nos estancamos por querer tomar otros caminos.
¿Qué síntomas había de esto entre los gálatas? A juzgar por las palabras del apóstol, una falta de armonía palpable. Ya lo había insinuado en 5:15, pero al llegar a este punto pone una vez más el tema sobre la mesa: «No nos hagamos vanagloriosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros» (v. 26).
Es fácil que se produzca esta clase de ambiente cuando, en lugar de comprender que todos somos salvos gratuitamente, clasificamos a las personas en función de su desempeño (como sucedía, en este caso, al intentar cumplir la ley). Se establece una escala de méritos, y cuando eso sucede, la gente compite.
Pablo aclara que esto es incorrecto, y no es casualidad que su llamado esté conectado con la afirmación sobre el Espíritu. ¿Qué es lo primero que Pablo nombra en su descripción del fruto? «El fruto del Espíritu es amor…» (5:22). Aparecerán, a continuación, rasgos complementarios como la amabilidad y la bondad, pero, tal como lo expresó en 5:14, la esencia de la ley consiste en amar al prójimo como a uno mismo.
No debemos, entonces, creer que «andar por el Espíritu» es una experiencia que se agota en lo individual. Andar por el Espíritu es seguir su guía, y como Pablo lo ha manifestado, el Espíritu genera relaciones (concretas y armónicas).
Cuestionemos, por tanto, a quienes retratan la espiritualidad como poco más que un misticismo introvertido. Emocionalmente, desde luego, puede parecer atractivo, pero cuando todo se centra en el «yo», somos como el conductor que sabotea la mismísima fuente de su avance. Observemos y sigamos al Espíritu.