Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. (Gálatas 5:22–24)
Existe un viejo adagio que dice: «No le pidas peras al olmo». Esperar que alguien actúe en contra de su naturaleza es ingenuo, pero lo que Pablo hace en este punto es exactamente lo inverso: buscar el fruto que legítimamente se debería encontrar en un creyente.
El apóstol ha señalado que los hijos de Dios nacen gracias a una acción del Espíritu, y lo que pasa a recalcar ahora es que ese Espíritu puede (y debería) distinguirse por sus efectos: todas las virtudes que nombra constituyen su fruto.
El Espíritu, así, es representado como una semilla fértil, y esa semilla, como vemos, se manifiesta como un conjunto de rasgos. Citando a Tertuliano, «en la semilla está presente el fruto completo».
Queda en evidencia, por tanto, que el creyente no experimenta una renovación espiritual parcial, sino que, como se deduce de la lista, es transformado para amar a Dios, amar a su prójimo y «tomar las riendas» de su propio ser —todo lo que no podía hacer cuando estaba bajo el control de su naturaleza pecaminosa—.
El apóstol añade que contra el fruto del Espíritu «no hay ley» (v. 23), y lo que esto nos recuerda es que este set de virtudes corresponde al tipo de persona que Dios tuvo en mente desde el principio: un hombre libre, que hiciese naturalmente el bien y que no necesitase de las restricciones y regulaciones que, más tarde, el pecado hizo necesarias. «Los que son de Cristo Jesús», dice Pablo, «han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (v. 24): Esa es la razón de nuestra libertad, o dicho de otro modo, somos libres porque renunciamos a esa naturaleza que nos hacía culpables.
¿Cómo conciliamos, sin embargo, la declaración anterior con el hecho de que aún pecamos? A veces podemos sentir que, en realidad, todavía no hemos renunciado a nuestro «viejo yo», pero si el anhelo de nuestro corazón es dejarlo porque amamos a Dios, lo que debe importarnos es empezar cada día encomendándonos a Él para hacerlo mejor que el día previo. Quizás tus continuas caídas te hagan pensar que jamás te convertiste de verdad, pero esto no debe desanimarte: tu «yo pecaminoso» agonizará un tiempo más antes de morir por completo.
El Espíritu, sin embargo, vivirá por siempre. ¿No es esta una noticia estimulante? Fijemos, entonces, nuestra vista en lo que Él está haciendo, y a medida que seguimos sus impulsos, disfrutemos de ver cómo su fruto crece y se multiplica en nuestras vidas.