…la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por fe en Jesucristo fuera dada a todos los que creen. (Gálatas 3:22)
¿A quién le gusta estar sujeto a reglas? Es innegable que las aprobamos cuando protegen nuestros intereses personales, pero ¿qué hay de las otras —que probablemente sean la mayoría—?
Al hablar acerca de la ley, la reflexión de Pablo llega al fondo de nuestro corazón. Las reglas suelen incomodarnos, pero cuando se trata de Dios, nuestro corazón es declaradamente rebelde —siempre quiere tomar otro camino—. ¿Por qué Pablo habla de esto?
Porque acaba de afirmar, en los versículos previos, que nuestro acceso a la bendición de Dios depende de una promesa. ¿Y de qué servía la ley, entonces, si no permitía obtener la bendición?
La ley, como indicamos arriba, cumpliría el objetivo de exponer nuestra rebelión. La promesa sólo se cumpliría en la persona de Jesucristo, y por lo tanto, para obligarnos a confiar en Él, tendríamos que reconocer nuestra maldad e incapacidad personal de complacer a Dios. A eso se refiere Pablo cuando dice que la ley «fue añadida a causa de las transgresiones» y que la Escritura «encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por fe en Jesucristo fuera dada a todos los que creen» (vv. 19, 22).
La ley, en verdad, no era «capaz de impartir vida» (v. 21), y además, jamás había sido siquiera pensada en esos términos. Pablo, posiblemente, quiere incluso subrayar la inferioridad de ella al sugerir que, a diferencia de la promesa —hecha directamente por Dios a Abraham—, Dios había enviado la ley a través de un intermediario (Moisés, quien a su vez la recibió de los ángeles).
Pablo, así, demuestra que la ley no se opone a la promesa, y aun más, establece cómo aquella incluso estuvo «al servicio» de nuestro acercamiento a Dios por medio de Cristo.
A medida que reflexionamos sobre esto, debemos asegurarnos de no tomar este importante mensaje a la ligera. La Biblia enseña que nuestra naturaleza pecaminosa es incapaz de agradar a Dios, y por lo tanto, en vez de ilusionarnos con lograrlo —y ocultar nuestros errores con engaños—, debemos acogernos a Jesús, en quien disfrutamos de la promesa por completo. La ley, en un sentido, nos juega en contra, pero la solución no consiste en negarla sino en dejar que nos condene para que Cristo nos libere. Sólo así comprenderemos el evangelio; sólo entonces accederemos a la «herencia».