…si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa; pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa. (Gálatas 3:15-18)
Un hecho común de la vida es nuestra inclinación natural a interpretar la realidad sin una adecuada conciencia de la historia que nos trajo hasta aquí. Teóricamente sabemos que hay una historia, pero muchas veces actuamos como si antes de nosotros no hubiese existido nada —o al menos nada diferente—.
De algún modo, en los días de Pablo esto se manifestaba en el uso que los judíos le daban a la ley. Ellos trataban de cumplirla con el fin de que Dios les recompensara, pero Pablo, consciente de este error, les muestra que estaban pasando por alto un importantísimo hecho histórico anterior: que Dios había hecho una promesa, y que las bendiciones ofrecidas a su pueblo descansaban en ella sin exigir algo a cambio.
La ley, entonces, no podía considerarse una condicionante, y esto no sólo porque había sido promulgada con un evidente desfase (siglos más tarde), sino porque contravenía la promesa en su calidad de tal. Pablo dice: «…si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa; pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa»(v. 18).
El apóstol, así, centra toda nuestra esperanza en el pacto hecho por Dios con Abraham, pero a fin de recalcar que, de forma permanente, las promesas serían nuestra única base de acceso a la «herencia», añade un detalle: que los destinatarios de ellas serían Abraham y su descendencia, pero no toda su descendencia física sino una descendencia específica: Cristo («descendencia», ciertamente, también hacía posible pensar en más de un individuo, pero es el Espíritu, aquí, quien por medio de Pablo nos aclara cuál era el sentido final de las palabras divinas).
Cristo, de este modo, es vuelto a confirmar como nuestra única esperanza, y lo que esto significa, concretamente, es que sólo acogiéndonos a Él podemos gozar de la bendición prometida por Dios (seamos judíos o gentiles).
Asegurémonos, por tanto, de conocer bien la Biblia y no caer en la inconveniencia de ignorar la historia de nuestra salvación. El apóstol nos recuerda un conjunto de enseñanzas fundamentales, y entre ellas, deberíamos recordar por lo menos tres:
Primero, que nuestro acceso a la bendición de Dios está basado únicamente en su gracia. La salvación de la cual gozamos fue producto de una promesa, y lo que nosotros hemos hecho es simplemente ser espectadores.
Segundo, que la venida de Cristo no es una ocurrencia tardía de Dios. Cristo integró el plan desde el comienzo, y por lo tanto, no es una solución alternativa ideada con posterioridad sino Aquel al cual todo apuntaba.
Y tercero, que es inútil presentarnos delante de Dios en nuestro propio nombre. El descendiente que obtendría lo prometido no era otro que Cristo, y por lo tanto, si queremos acceder a ello, no tenemos más opción que aferrarnos a Él.
¿Seguiremos intentando deshacer este firme nudo? Pablo ha razonado con claridad: No insistamos en buscar espacio para adjudicarnos una parte del crédito que sólo a Dios le pertenece.