Así Abraham creyó a Dios y le fue contado como justicia. Por consiguiente, sabed que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. Así que, los que son de fe son bendecidos con Abraham, el creyente. (Gálatas 3:6-9)
No es raro escuchar que, en alguna ocasión, la muerte de alguien ha dado paso a una disputa en que sus conocidos han intentado establecer cuál de ellos gozaba de mayor cercanía o afinidad con el difunto. Con esto se ha pretendido reclamar alguna herencia, o en otras situaciones, compartir algo de su reputación.
En el caso de nuestro texto, algo similar llegó a suceder con la prominente figura de Abraham. Éste había sido el padre de la nación escogida por Dios, y ahora, en una época en que los extranjeros estaban ingresando masivamente a la iglesia, trazar una relación con Abraham adquiría una importancia crucial.
Los judíos, en especial, lo usaban para vincularse étnicamente con él y afirmar que, tal como ellos lo hacían, era imprescindible seguir cada uno de sus pasos (comenzando por la circuncisión). Esto, en última instancia, significaba regresar a la ley, y para los gentiles, implicaba también tener que hacerse judíos.
Era lógico, por tanto, que Pablo les saliera al paso. No podía dar cabida a este retroceso, y junto con ello, no podía permitir que una incomprensión de la paternidad de Abraham torciera el plan que Dios había tenido desde el principio: bendecir, por medio del patriarca, a todas las naciones (Gn 12:3) —era eso, por lo demás, lo que impulsaba la misión del apóstol entre los gentiles—.
Pablo, entonces, corrige la interpretación de los judíos, y en términos prácticos, les impide apoyarse en Abraham recurriendo al vínculo sanguíneo. El patriarca, en realidad, había sido aprobado por Dios gracias a su fe, y ello, si queremos ser más precisos, había sucedido cuando aún pertenecía a un pueblo pagano: Ese fue el Abraham que recibió las promesas, y en consecuencia, todos los que un día creyeran como él serían considerados sus descendientes independientemente de su origen étnico (ver también Ro 4:9-12 y Jn 8:31-47).
¡Qué estremecedor, entonces, es regresar con Pablo al «Día 1» y escuchar que Dios tuvo al mundo entero en su corazón desde el principio! «…la Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas [¡el evangelio!] a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones».
Es reconfortante saber que no hay barreras étnicas para ingresar al pueblo de Dios, pero más importante aun es tener claro que SÍ hay un requisito por cumplir: Necesitamos ser «descendientes de Abraham», y entonces la pregunta es: ¿Lo eres tú?
Esta pregunta es crucial. ¿Confías de corazón en las promesas de Dios? ¿Confías particularmente en que, si te aferras a Cristo y reconoces que sólo Él puede cargar tu culpa, Dios te acepta y te concede bendiciones que trascienden esta vida?
No dejes de meditar en esto. Tu destino eterno dependerá de ello porque, como lo advierte la Biblia, en la siguiente vida no podrá ser cambiado (Lc 16:26).