Cada día cuando abro el refrigerador, me acuerdo. Veo la reserva de bebestibles y comida que tengo para personas específicas. Cuando saco ingredientes de la despensa para preparar la cena cada noche, también me acuerdo. Veo mi surtido de platos de cartón y los cubiertos de plástico, solo esperando que alguien los use. Cuando paso por mi comedor y veo los manteles doblados en el aparador, limpios y listos para ponerlos en la mesa, me acuerdo. Veo las sillas vacías que no se han usado en un año.
Todos estos son pequeños recordatorios diarios de cuando solía recibir personas para comer en casa (amigos, familia, grupo pequeño, fiestas). Recuerdo cuánto ha cambiado el último año y cuánto extraño la comunidad.
Extraño lo espontáneo: «oigan, juntémonos a almorzar para ir a ese nuevo restaurante en el barrio». Extraño esas cenas donde cada uno llevaba un plato de comida; extraño compartir y probar nuevas recetas con amigos.
Extraño la sobremesa, cuando te sientas en el comedor para conversar por largo rato después de haberlo comido todo. De pronto, alguien ve la hora y te das cuenta de que estuviste sentado en el mismo lugar por horas haciendo nada más que compartir la vida los unos con los otros.
Extraño celebrar ocasiones especiales con la familia y los amigos donde todos rodean a la persona en frente de un gran pastel, cantando «Cumpleaños feliz» y riéndonos mientras la persona que sopla las velas siempre lucha con apagar esa llama que se resiste.
Extraño mirar a una amiga y ser capaz de saber lo que está pensando solo con ver su rostro.
Extraño a todos los miembros de mi iglesia reunidos, cantando y regocijándose juntos como un cuerpo. Aunque estoy agradecida de que un cuarto de nosotros pueda entrar en el gimnasio con distancia social los domingos en la mañana, extraño a los otros tres cuartos cuyos rostros y voces no he visto en un año.
Extraño estar con personas sin preocuparme si es que alguien podría estar enfermo o no y preguntarme si estoy demasiado cerca; si detrás de la mascarilla hay un ceño fruncido o una sonrisa, sin detestar que todo lo que escucho suena como si hablaran entre dientes, pero asiento de todas maneras.
Extraño mi comunidad.
En el Salmo 42, los hijos de Coré escriben sobre estar lejos de la casa de Dios. Por alguna desconocida razón, no pueden ir al templo a adorar a Dios. Ellos tienen hambre y sed de estar en su presencia. Están tristes y afligidos por la separación y están preguntándose cuándo pueden estar con Él nuevamente. Miran hacia los dulces recuerdos cuando se reunían junto a la multitud para adorar, cantar y regocijarse en su gran Dios. «Me acuerdo de estas cosas y derramo mi alma dentro de mí; de cómo iba yo con la multitud y la guiaba hasta la casa de Dios, con voz de alegría y de acción de gracias, con la muchedumbre en fiesta» (Sal 42:4).
Siento este anhelo cada domingo. También lo sentí esta semana pasada (el fin de semana cuando se realiza la conferencia anual de líderes del ministerio de mujeres de nuestra denominación). Más que una conferencia, es como un regreso a casa. Me encanta ver a mis hermanas de todo el mundo. Me encanta ponerme al día con abrazos, historias y comunión. Me encanta cómo retomamos nuestra conversación justo donde la dejamos la última vez que nos juntamos, como si solo hubiera habido una breve pausa en ella. Me encanta cómo nos animamos mutuamente en el ministerio. Me encanta cómo aprendemos la una de la otra. Me encanta cómo todas nos regocijamos en el fruto que Dios produce en el ministerio que cada una lleva a cabo. La conferencia de este año fue virtual y, ¡oh, cómo anhelamos estar juntas en persona!
Usamos la tecnología disponible para conectarnos, animarnos y equiparnos mutuamente en la obra del ministerio y estoy agradecida por eso. Estoy agradecida por las plataformas que nos permiten tener estudios bíblicos de manera virtual. Estoy agradecida por el liderazgo de la iglesia que trabaja para hacer disponible una adoración que sea segura para todos. Estoy agradecida por todas las maneras que hemos aprendido a navegar en nuestra nueva realidad.
Pero aún así extraño la comunidad.
Eso es porque no fuimos hechos para la conexión filtrada. No fuimos creados para ser satisfechos con la amistad mediada por una pantalla. No fuimos hechos para el distanciamiento de un metro y medio. Fuimos creados para vivir la vida juntos; para sentarnos en la mesa por horas; para reírnos, abrazarnos y contarnos historias; para reunirnos con la multitud y regocijarnos en la bondad de Dios.
No quiero acostumbrarme a cómo son las cosas ahora. Quiero continuar anhelando la comunidad en persona. Quiero que me fastidie y me recuerde cómo se supone que deben ser las cosas. Por lo tanto, dejaré esos bebestibles que le gustan a mis amigos en el refrigerador y seguiré guardando mi surtido de platos de cartón listos y esperando.
Y seguiré extrañando a la comunidad.