“Mamá, me estás haciendo sentir estúpido”, mi hijo me dijo en voz baja. Respiré rápidamente; sus palabras se clavaron en mi corazón. Miré a mi hijo; él estaba ahí mirándome fijamente, el dolor que le había causado se reflejaba en su joven rostro. Yo sólo había repetido una instrucción por tercera vez porque parecía que no había entendido las dos primeras. Sin embargo, no sólo di la instrucción nuevamente, sino que el tono que usé fue soberbio y despectivo.
“Lamento haberte hablado de esa forma. No eres estúpido, ¿me perdonarías?”, le dije abrazándolo fuertemente.
Mi hijo tiene ocho años y nuestra conversación fue profundamente reveladora. Esa fue la primera vez que él expresó cómo lo hago sentir con mi forma de hablar. Me pregunté cuán seguido en su corta vida mis palabras y el tono de mi voz lo habrían hecho sentir menospreciado. No fue hace mucho que me di cuenta de cuán audibles son mis suspiros de molestia por algo que hacen mis hijos. Sin duda, Dios está obrando en mí, usando mi rol de madre para mostrarme mi pecado.
Por qué las palabras importan
Incrustados en lo profundo de nuestro corazón, todos tenemos recuerdos de palabras hirientes que personas nos han dicho. Santiago nos dice que “con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas, creadas a la imagen de Dios. De la misma boca salen bendición y maldición…” (Santiago 3:9-10). Podría leer este pasaje y pensar, “bueno, no maldigo a nadie, por lo que esto no se aplica a mí”, pero estaría equivocada. Aunque nunca se me ocurriría insultar a mis hijos, mi tono y mi lenguaje corporal pueden transmitir que pienso que son un fastidio, que estoy molesta con ellos, que son insignificantes, y sí, incluso que son estúpidos.
En el libro El poder de las palabras y la maravilla de Dios, Sinclair Ferguson dice, “la forma en que usamos nuestra lengua nos da clara evidencia de dónde nos encontramos espiritualmente”. Jesús dijo algo similar en Mateo 12:34, “…de la abundancia del corazón habla la boca”. Cuando les contesto a mis hijos, ya sea con palabras en sí o incluso sólo con el tono de mi voz, revelo la condición de mi corazón. En esta conversación que tuve con mi hijo el Espíritu me trajo una convicción profunda, como debe ser. Cuando considero cuán poderosa es la lengua y la profunda responsabilidad que tengo como cristiana de usarla para glorificar a Dios, me siento abrumada. Comienzo a desesperarme y a preguntarme si alguna vez podré cambiar. No obstante, Ferguson me recuerda esta verdad:
¡Nadie —a excepción de Jesús— ha tenido éxito en domar la lengua! Nuestra única esperanza mientras buscamos disciplinarnos a nosotros mismos para poder dominar nuestra lengua es que pertenecemos a Cristo y estamos siendo transformados cada vez más a su imagen. Sin embargo, esta batalla por la santidad del habla es muy larga y necesitamos pelearla incesantemente, día tras día y hora tras hora.
Limpios en Cristo
Mi única esperanza en mi batalla contra este pecado es Jesucristo, mi Salvador y Redentor. Mientras el Espíritu continúa usando mi rol de crianza para mostrarme mi pecado, me recuerda nuevamente mi gran necesidad de un Salvador. Es por mi pecado que Jesús vino a morir como un sustituto en mi lugar. Aunque en este mundo muchos pueden pensar que el uso de un tono sarcástico o un simple suspiro de irritabilidad no es un problema, para un Dios santo y justo sí lo es —y grande—. Romanos 3:10 dice, “no hay un solo justo, ni siquiera uno”. Isaías dice que incluso nuestros supuestos “actos de justicia” son como trapos de inmundicia para Dios (Isaías 64:6). Soy una mujer con labios impuros y vivo en medio de un pueblo con labios impuros. Sin Jesús para limpiarlos, estaría perdida para siempre en mis pecados; nunca podría estar en la presencia de Dios.
Esta convicción de pecado me lleva al arrepentimiento. No sólo necesito pedirle perdón a mi hijo, sino que principalmente necesito arrepentirme frente a Dios por eso. David oró por su propio pecado, “contra ti he pecado, sólo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos…” (Salmo 51:4). Todos los pecados, incluso los verbales, son en última instancia pecados contra Dios. Es sólo a través del evangelio de la gracia por medio de Jesucristo que soy limpia y que la oración de David se hace realidad, “crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu” (Salmo 51:10). Gracias a Cristo es que ahora puedo “acer[carme] confiadamente al trono de la gracia” (Hebreos 4:16).
Buscando una sola forma de hablar
Mientras más se inunda mi corazón de las verdades del evangelio, más recuerdo quién soy gracias a Cristo: una nueva creación (2 Corintios 5:17). Tengo el Espíritu Santo, quien está obrando activamente en mí, transformándome para ser más como Cristo. Parte de esa obra de transformación implica que el Espíritu nos convence de pecado, nos lleva a arrepentirnos y a aplicar el evangelio a nuestros corazones una y otra vez. Como Martín Lutero dijo una vez, “toda la vida del creyente es una vida de arrepentimiento”.
Tal como la Palabra de Dios me habla de mi pecado, de mi necesidad de un Salvador y de la historia de su plan para redimirme de mis pecados, es también esa Palabra la que el Espíritu usa para cambiarme. Mientras más me alimento de la Palabra, más rebosa mi corazón de ella. Como dice David en el Salmo 119:11, “en mi corazón atesoro tus dichos para no pecar contra ti”. Ferguson, una vez más, lo dice de la siguiente forma, “la ayuda más importante para usar mi lengua para la gloria de Jesús es permitir que la Palabra de Dios more en mí tan abundantemente que no pueda hablar de ninguna otra forma”.
Esa es mi oración.