«¡Tengan cuidado! —advirtió a la gente—. Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes» (Lucas 12:15). La historia que Jesús contó sobre el hombre rico (vv. 10-21) es sencilla y atemporal. Un hombre con una inmensa riqueza invirtió una parte de su dinero y aumentó considerablemente su valor. Luego, justo cuando iba a comenzar a disfrutar de su increíble prosperidad, repentina e inesperadamente murió. Jesús contó la parábola para advertir sobre la codicia, la ambición o la avaricia.
La avaricia se esconde muy fácilmente tras una máscara de virtud y buen juicio. Al leer esta parábola, nuestra primera inclinación es a estar de acuerdo con Jesús y decir: «El hombre era necio. Era codicioso y Jesús tenía razón al llamarlo necio porque había hecho planes para vivir lujosamente sin ninguna previsión para morir». La mayoría de nosotros no lee esa parábola y dice «Yo soy como ese hombre; soy codicioso». Sin embargo, me atrevería a decir que en nuestra cultura somos más los que nos parecemos a ese hombre que los que no.
Era esforzado y exitoso en su trabajo. No había ganado su dinero aprovechándose de la gente; sus ganancias eran legítimas. No había sido perezoso. Había trabajado bien por sí mismo y su familia. Era el sueño americano hecho realidad.
Noten que Jesús dijo a quienes lo escuchaban: «Cuídense . . . estén atentos». ¿Ante qué deberíamos estar atentos? Ante la codicia. La palabra griega original usada para señalar este pecado significa «un deseo codicioso de tener más». Jesús estaba diciendo que se te puede acercar sigilosamente. Puede estar ahí sin que siquiera lo sepas.
¿Cómo podemos saber que el hombre era realmente codicioso y no estaba simplemente tomando sabias decisiones de negocios?
La verdadera codicia malinterpreta el sentido de la vida. Jesús, antes de comenzar la parábola, dijo: «La vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes». La codicia dice que la vida se trata de tener más. Que se trata de tener todo lo que puedas obtener. Debemos tener cuidado al acercarnos al tema del dinero o la riqueza. En este punto, muchas personas han malinterpretado el cristianismo. Dios dijo que debemos disfrutar de su creación. Debemos disfrutar de la comida, la belleza, los amigos y el trabajo. Dijo que deberíamos disfrutar de la relación sexual dentro del matrimonio; que deberíamos gozar de nuestras bendiciones materiales. Por lo tanto, asegurémonos de no decir que los cristianos deben conducir autos de hace veinte años, usar prendas de cilicio, vivir en chozas y tener muebles con hoyos en la tapicería. Ese no era el mensaje de esta parábola.
Las palabras de Jesús nos advierten que, siendo tan fácil quedar atrapados en las cosas y en el yo, todo ello se convierte en lo que da sentido a nuestras vidas. Escribiendo sobre el materialismo de nuestra cultura en su excelente libro A Hunger for More, Laurence Shames escribe: «Se cruza una cierta línea. La gente mira sus bienes no sólo en busca de placer, sino de significado. Quieren que sus cosas les digan quiénes son». Compramos lápices o relojes lujosos porque queremos que esos accesorios describan al mundo quiénes somos. Queremos que todo nos defina, desde nuestros automóviles hasta nuestras vacaciones.
La codicia siempre quiere más. En la primera escena de la historia, el hombre ya tenía mucha riqueza (v. 16). Sin embargo, no estaba satisfecho. Ya tenía muchos graneros (nota el plural), pero no eran suficientes. Él quería más. La codicia siempre es así —insaciable—. Durante una revolución política en Filipinas, la cual sacó del poder a Ferdinand Marcos, éste huyó del país con su esposa Imelda. Ésta dejó atrás 1200 pares de zapatos y 71 pares de anteojos de sol. La verdad es que ella no se hubiera detenido a los 2000 pares de zapatos o los 200 pares de anteojos de sol.
La codicia no logra percibir la verdadera fuente de nuestras posesiones. El rico terrateniente se consideraba a sí mismo como un hijo de sus propias obras. Al hablar consigo mismo, usa seis veces el pronombre personal «yo». También habla de «mis cosechas; mis graneros; mi grano; mis bienes». No se percibía como un administrador al servicio de Dios. Se veía a sí mismo como el dueño. Era su propio creador y sustentador. Ahora bien, ese es el punto de la parábola. Ésta no termina con su muerte repentina; termina con la pregunta que Dios le hizo al hombre la noche en que murió: «¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado?» (v. 20). Cuando el hombre dejaba este mundo, Dios lo forzó a darse cuenta por primera vez de que había sido sólo un administrador. Todo lo que había tenido en la vida le había sido dado por el verdadero Dueño, y el uso que este administrador le había dado acababa de llegar a su fin. Dios se lo entregaría a otro cuidador, y el antiguo administrador rendiría cuentas.
La administración cristiana es mucho más que dar el 10% a Dios. El verdadero administrador cristiano entiende que todo lo que es y lo que tiene pertenecen a Dios. Dios es el dueño de su cuerpo, su tiempo, los botones de su camisa y sus hijos. Reclamar las posesiones de Dios como propias no sólo es arrogante, sino que necio. La mente del administrador debe reflejar la del Amo; su corazón debe reflejar el del Amo; y su generosidad debe reflejar la del Amo.