Como cristianos, uno de los motivos por los que con frecuencia oramos es el contentamiento. Es una de esas cosas que anhelamos, pero que muchas veces la sentimos lejos de nuestro alcance. Al leer la descripción que Pablo hace sobre el contentamiento en Filipenses, parece algo imposible: “No que hable porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme cualquiera sea mi situación. Sé vivir en pobreza, y sé vivir en prosperidad. En todo y por todo he aprendido el secreto tanto de estar saciado como de tener hambre, de tener abundancia como de sufrir necesidad” (Filipenses 4:11-12).
¿Contentarme cualquiera sea mi situación? ¿Cómo es eso?
¿Cómo podemos estar contentos cuando perdemos nuestro trabajo, cuando las relaciones se ponen difíciles, cuando nuestros cuerpos no funcionan bien, cuando los sueños de otros se hacen realidad mientras que nosotros permanecemos en el mismo lugar con las manos vacías?
A veces, creo que uno de los problemas con nuestro contentamiento es el siguiente: nos contentamos con lo que no deberíamos y aquello que sí debiese hacerlo, nos trae descontento.
¿Confundidos?
Quizás, nuestro descontento se debe a que estamos muy contentos con las cosas incorrectas.
Estamos contentos con nuestra falta de crecimiento en la fe.
Estamos contentos con nuestra precaria y poco profunda lectura de la Escritura.
Estamos contentos con este mundo y con lo que nos ofrece.
Estamos contentos con nuestro trato a otros.
Estamos contentos con nuestros malos hábitos, con nuestros ídolos del corazón y con nuestros pecados “respetables”.
Estamos contentos con la superficialidad de nuestras relaciones.
Estamos contentos con nuestras oraciones rápidas y poco profundas y nuestro clamor a Dios sólo en momentos de necesidad.
Estamos contentos con lo poco que conocemos de Dios.
Estamos contentos con un corazón que ama a este mundo más que con el anhelo del que está por venir.
Al tener contentamiento en estas cosas, el lugar donde vivimos, nuestro matrimonio, nuestras amistades, nuestro trabajo y el sitio donde Dios nos ha puesto nos tienen descontentos. Nos centramos en estas cosas y pensamos que si cambian, nuestra vida sería mejor. Comparamos lo que tenemos con lo que otros tienen; nos desconectamos, nos desacoplamos y buscamos todo lo que parece mejor en otro lado.
En efecto, estamos contentos con una devoción poco entusiasta a Dios. Nuestros corazones se alejan de Cristo y van tras falsos ídolos, que pensamos que satisfarán nuestra alma sedienta. El secreto del contentamiento en toda circunstancia de Pablo, ya sea en la abundancia o en la escasez, era un corazón fijo en Cristo. “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). Como Pablo, nuestro propio contentamiento necesita estar enraizado en Cristo: en quién es, en lo que ha hecho y en que quienes somos debido a eso.
En Cristo, tenemos todo lo que necesitamos y podemos jamás desear. En él podemos encontrar sentido y propósito. Encontramos nuestra identidad como portadores de la imagen del Dios viviente y como hijos de él. Al encontrar nuestro sentido en él, nos mantenemos centrados en la obra que él hace en nosotros más que en lo que él está haciendo en la vida de otros. En Cristo, encontramos la misericordia, la gracia y la salvación que desesperadamente necesitamos. Ésta es nuestra mayor necesidad y es una que sólo puede ser encontrada en él.
Mientras nos volvemos a él, buscamos conocerlo por medio de su Palabra, nuestros corazones son transformados quirúrgicamente por ella, Palabra viva y poderosa. Mientras más obre en nosotros su Palabra y las verdades del evangelio, más se adecuarán nuestros deseos a su voluntad y más contentos estaremos en cualquier circunstancia que el Señor nos haga enfrentar.
Cuando tenemos corazones descontentos y anhelamos algo nuevo y mejor, comenzando a buscarlo en lugares incorrectos, necesitamos clamar a Dios. No le pidas a Dios que mejore tu vida, más bien pídele que limpie tu corazón. Necesitamos buscarlo en arrepentimiento, aplicando en nuestros corazones lo que Cristo ha hecho por nosotros en el evangelio. Necesitamos permanecer en él, recordando que lejos de él no podemos hacer nada.
Por tanto, no pediremos lo que nuestro vecino tiene; no pediremos que nuestra circunstancia cambie; no pediremos algo nuevo o mejor; al contrario, seremos capaces de decir con el salmista, “Una cosa he pedido al Señor, y ésa buscaré: Que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y para meditar en su templo” (Salmo 27:4).