Los no creyentes no «luchan» contra la atracción por el mismo sexo. Yo no lo hacía. Mi amor por las mujeres no entrañaba lucha alguna.
No siempre había sido lesbiana, pero cuando me acercaba a los treinta, conocí a mi primera amante lesbiana. Me enganché y creí que había encontrado mi verdadero yo. El sexo con mujeres era una parte de mi vida e identidad, pero no era la única parte —ni siempre la mayor—.
Simplemente prefería todo lo de las mujeres: su compañía, su conversación, su compañerismo, y los contornos de su/mi cuerpo. Prefería la forma de asentarse, la organización doméstica y la conformación de la comunidad lesbiana.
Como una incrédula profesora de inglés, defensora del postmodernismo y el postestructuralismo, y como una opositora a todas las metanarrativas totalizantes (entre las cuales, en aquellos días, habría incluido el cristianismo), encontré paz y un rumbo en mi vida de lesbiana y la comunidad gay que ayudé a crear.
Conversión y confusión
Fue sólo después de conocer a mi Señor resucitado que llegué a sentir vergüenza por mi pecado, con mis atracciones sexuales y mi historia sexual.
La conversión trajo consigo una espantosa convergencia de sentimientos contradictorios que iban desde la libertad hasta la vergüenza. La conversión también me dejó confundida. Aunque era claro que Dios prohibía el sexo fuera del matrimonio bíblico, yo no tenía claro lo que debía hacer con la compleja matriz de deseos, atracciones, sensibilidades y autopercepciones que se agitaban en mi interior y seguían definiéndome.
¿Qué es el pecado de la transgresión sexual? ¿El sexo? ¿La identidad? ¿Hasta dónde debía llegar el arrepentimiento?
Un encuentro con John Owen
En estas recién descubiertas luchas, un amigo me recomendó leer un trío de libros escritos por un antiguo teólogo del siglo XVII llamado John Owen*.
Al principio, me ofendió darme cuenta de que, lo que yo llamaba «mi identidad», para Owen era el «pecado residente». Pero no abandoné la lectura. Owen me enseñó que, en la vida de un creyente, el pecado se manifiesta de tres formas: como una distorsión causada por el pecado original, como una distracción con respecto al pecado real del día a día, y como un desaliento causado por la presencia permanente del pecado residente.
Al final, el concepto del pecado residente fue una ventana para ver cómo Dios pretendía cambiar mi vergüenza por esperanza. Y en realidad, la forma en que Owen entiende el pecado residente es el eslabón perdido en nuestra actual confusión cultural sobre lo que es el pecado sexual —y lo que debemos hacer al respecto—.
Como creyentes, nos lamentamos con el apóstol Pablo: «Pues no hago el bien que deseo, sino el mal que no quiero, eso practico. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí» (Romanos 7:19-20). Sin embargo, ¿qué deberíamos hacer después de lamentarnos? ¿Qué deberíamos pensar del pecado que se ha convertido en un aspecto diario de nuestra identidad?
Owen lo explicó con cuatro respuestas.
1. Prívalo de comida
El pecado residente es un parásito, y se alimenta de lo que comes tú. La Palabra de Dios es veneno para el pecado cuando es acogida por un corazón renovado por el Espíritu Santo. Al alimentarte profundamente de la Palabra de Dios, estás privando de comida al pecado residente. El pecado no puede morar en la Palabra de Dios. Por lo tanto, llena de la Escritura tu corazón y tu mente.
Una de mis formas de hacerlo es cantando salmos. Cantar salmos, para mí, es una poderosa práctica devocional porque me ayuda a disolver mi voluntad en la de Dios y memorizar su palabra en el proceso. Privamos de alimento a nuestro pecado residente al leer la Escritura de forma exhaustiva, en grandes cantidades, y leyendo libros completos de una sola vez. Esto nos permite ver la providencia de Dios actuando de manera global.
2. Llama al pecado por su nombre
Teniendo al pecado en casa, no le compres un collar ni una correa ni le pongas un nombre simpático. No «admitas» al pecado como una mascota inofensiva (que aún no ha sido domesticada). En vez de eso, ¡confiésalo como una ofensa horrible y échalo! ¡Incluso si lo amas! No puedes domesticar al pecado dándole la bienvenida a tu hogar.
No hagas una paz falsa. No inventes excusas. No seas sentimental sobre el pecado. No te hagas la víctima. No vivas una rectitud basada en excusas. Si traes a un tigre bebé a tu casa y le pones por nombre «Peluche», no te sorprendas si un día despiertas y Peluche te está comiendo vivo. Así es como funciona el pecado, y Peluche sabe hacer su trabajo. Acechando y pudriéndose por décadas, a veces el pecado hace que el pecador crea que realmente lo tiene todo bajo control hasta que se desata sobre todo lo que construiste, apreciaste, y amaste.
Sé sabio y no mimes tus pecados de elección. Y recuerda que, si estás en Cristo, el pecado jamás es «tu identidad». En Cristo, eres un hijo o una hija del Rey; eres de la realeza. Tú batallas contra el pecado porque este distorsiona tu verdadera identidad; no te defines a ti mismo por medio de estos pecados que te acompañan desde que tienes memoria y se encuentran diariamente presentes en tu vida.
3. Extingue el pecado residente dándole muerte
Owen dice que el pecado no es solamente un enemigo. El pecado es opuesto a Dios. Los enemigos pueden reconciliarse, pero no hay esperanza de reconciliación para nada que sea opuesto a Dios. Cualquier cosa contraria a Dios debe morir. Nuestras batallas contra el pecado hacen más estrecha nuestra unión con Cristo. El arrepentimiento es una nueva entrada a la presencia y el gozo de Dios.
En realidad, nuestra identidad viene de ser crucificados y resucitados con Cristo:
Por tanto, hemos sido sepultados con Él por medio del bautismo para muerte, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si hemos sido unidos a Cristo en la semejanza de su muerte, ciertamente lo seremos también en la semejanza de su resurrección. Sabemos esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado… (Romanos 6:4-6)
Satanás usará nuestro pecado residente como chantaje declarando que no podemos estar en Cristo y pecar de esta manera en cuerpo o corazón. En esos momentos, le recordamos que tiene la razón en una sola cosa: nuestro pecado es realmente pecado. En verdad no es otra cosa que transgresión contra Dios.
Pero en lo más importante, Satanás está completamente equivocado. Al arrepentirnos, estamos en el Cristo resucitado. Y el pecado que hemos cometido (y cometeremos) está cubierto por su justicia. Sin embargo, debemos pelear. Owen dice que dejar al pecado en paz es dejarlo crecer —«no conquistarlo es ser conquistado por él»—.
4. Cultiva diariamente tu nueva vida en Cristo
Dios no nos deja pelear la batalla solos en vergüenza y aislamiento. En lugar de eso, a través del poder del Espíritu Santo, el alma de cada creyente es «vivificada». «Vivificar» significa animar o dar vida. La vivificación complementa la mortificación (dar muerte), y al hacerlo así, nos permite ver la gran amplitud de la santificación, que incluye dos aspectos:
- Liberación del deseo de aquellos pecados de elección, experimentada cuando la gracia de la obediencia nos da el «poder expulsivo de un nuevo afecto» (para citar a Thomas Chalmers).
- Humildad ante el hecho de que diariamente necesitamos el flujo constante de la gracia que Dios envía desde el cielo, y de que, no importando cuánto intente engañarnos el pecado, ocultar nuestro pecado nunca es la respuesta. En verdad, el deseo de ser lo suficientemente fuertes en nosotros mismos, de manera que podamos vivir independientemente de Dios, es el primer pecado, la esencia del pecado, y la madre de todo pecado.
El eslabón perdido de Owen es solo para los creyentes. Él dice: «A menos que un hombre sea regenerado (que nazca de nuevo), a menos que sea creyente, todos sus intentos de mortificación [del pecado] . . . serán inútiles. En vano usará muchos remedios, [pero] no se sanará».
¿Qué debería hacer un creyente, entonces? Debería clamar a Dios para que el Espíritu Santo le dé un nuevo corazón y convierta su alma: «La mortificación [del pecado] no es la ocupación actual de los hombres no regenerados. Dios aún no los llama a ella; el trabajo de ellos es convertirse —que el alma entera se convierta—, no la mortificación de esta o aquella codicia particular».
Liberada para la alegría
En los escritos de John Owen, se me mostró cómo y por qué las promesas de la satisfacción sexual en mis propios términos eran la antítesis de lo que alguna vez había fervientemente creído. En vez de libertad, mi pecado sexual era esclavitud. Este puritano del siglo diecisiete me reveló cómo mis deseos y sensibilidades lesbianas eran asesinos del gozo que me conducían a un callejón sin salida.
Hoy me encuentro en una larga línea de mujeres piadosas —la línea de María Magdalena—. El Evangelio llegó con gracia, pero exigió una guerra irreconciliable. En algún lugar de este sangriento campo de batalla, Dios me dio un extraño deseo de convertirme en una mujer piadosa, cubierta por Dios, y cercada por su palabra y su voluntad. Este deseo derivó hacia otro: llegar a ser, si el Señor lo quería, la piadosa esposa de un marido piadoso.
Y entonces me di cuenta.
La unión con el Cristo resucitado significó que todo lo demás fue clavado a la cruz. No podía recuperar mi anterior vida si lo deseaba. Al principio, esto fue aterrador, pero cuando escudriñé en lo profundo del abismo de mi terror, encontré paz.
Con paz, descubrí que el Evangelio está siempre por delante. Nuestro hogar está hacia adelante. Hoy, solo por la asombrosa gracia de Dios, soy una parte escogida de la familia de Dios, donde Dios se interesa por los detalles de mi día, las lecciones de matemáticas, los macarrones con queso desparramados, y por sobre todo, las personas, los portadores de imagen de su preciosa gracia, el hombre que me llama su amada, y los hijos que me llaman madre.
*La autora se refiere a los libros Of the Mortification of Sin in Believers; Of Temptation: The Nature and Power of It; y The Nature, Power, Deceit, and Prevalency of Indwelling Sin.