Belén resultaría ser el pueblo perfecto.
El antiguo Israel no tenía un mejor lugar para este silencioso pero prometedor nacimiento: un heredero real que crecería en medio del campo, pero que iría a morir a la capital.
En sí mismo, el pequeño pueblo no era genial. Era muchísimo más parecida a la villa rural de Nazaret que a la Jerusalén celestial. No obstante, Belén fue icónica por su potencial, la ciudad de David, el lugar donde el mayor rey de Israel nació y creció, antes de ascender al trono y fundar la ciudad de los reyes.
A diferencia del esplendor de Jerusalén, y a diferencia de la insignificante Nazaret, Belén tenía una majestad encubierta. Así también era el día del nacimiento de Jesús. A juzgar por las apariencias, este recién nacido era común y corriente, incluso sencillo: envuelto en pañales y recostado, de todos los lugares, en el lugar donde se alimentaban los animales. Así también sus primeras visitas fueron sencillas y poco sofisticadas: pastores que vigilaban en el turno de noche.
No obstante, la hueste celestial majestuosa había venido a anunciar su nacimiento. Algo espléndido estaba a la vista, pero con humildad, lentitud y paciencia. La gran ciudad de Jerusalén esperaría en la distancia por más de tres décadas.
Belén: de la majestad a la nada
La Navidad marca al Hijo eterno divino dejando la majestad del cielo, por decirlo de alguna forma. A decir verdad, Él vino a la tierra sin dejar el cielo. Sin dejar de ser Dios, Él tomó en sí mismo nuestra humanidad. Él «no consideró el ser igual a Dios» ni su majestad divina «como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo», y ahí en la ciudad de David «[naciendo] semejante a los hombres» (Fil 2:6-7). Él «se despojó a sí mismo» no al perder la divinidad, sino que al tomar nuestra humanidad. Y no sólo descendió, al nacer, en la majestad encubierta de Belén, sino que bajó aún más en su infancia en la remota Nazaret.
Ahí, como Isaías predijo siete siglos antes:
Creció delante de Él como renuevo tierno,
Como raíz de tierra seca.
No tiene aspecto hermoso ni majestad
Para que lo miremos,
Ni apariencia para que lo deseemos (Isaías 53:2).
«Ni majestad» no significa necesariamente que era especialmente feo —eso también podría llamar la atención de manera equivocada— sino que era bastante normal: «no tiene aspecto hermoso ni majestad para que lo miremos». No era un adonis, no había señal de belleza masculina que contemplar. No era tan guapo como para levantarse y llamar la atención.
Él vivió entre nosotros, encubriendo su majestad divina con humanidad, como uno de nosotros, por más de tres décadas en la misma humanidad «sin majestad» que la mayoría de nosotros conoce tan bien.
Galilea: majestad a través del hombre
Tras décadas en oscuridad, Jesús «se hizo público» en sus treinta años como maestro de masas y discipulador de hombres. Aquellos que lo seguían no lo hicieron por sus apariencias, riquezas o poder político, sino que fueron ganados por sus palabras extraordinarias y los milagros que las acompañaban, los cuales realizó para darle gloria a Dios. Así lo registra Lucas 9:42-43:
Pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, y sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre. Y todos estaban admirados de la grandeza de Dios [énfasis del autor].
Cuán sorprendente es, en semejantes circunstancias, que habiendo sido tan claro con sus palabras y tan humilde en su conducta, fuera la majestad de Dios, no la suya, la que la multitud admiró. Esto es lo que la majestad hace: admira, asombra, abruma. Inspira asombro y hace que los corazones humanos se maravillen. Enmarca un tipo de magnificencia que merece adoración (Hch 19:27). Sin embargo, Jesús mismo era tan sencillo, tan normal, tan humano. Nadie hablaba como este hombre (Jn 7:46) ni hacía lo que Él podía hacer (Jn 9:32); sin embargo, Él miraba y apuntaba al cielo sin descanso. Cuando las multitudes lo miraban con asombro y vieron su desconcertante normalidad, se encontraron admirados de la majestad de Dios.
En el monte: majestad en el hombre
Aún así, la majestad divina que las multitudes vieron a través de Él pronto se convirtió en una majestad divina que sus discípulos verían en Él. Su círculo más cercano: Pedro, Jacobo y Juan tendrían el primer destello, de su majestad revelada que vendría.
En su «transfiguración» en la montaña, el Padre les mostró la majestad venidera que estaba velada durante el estado de humillación de Jesús en los días de su carne. Después Pedro contaría la visión que habían contemplado. Hablando especialmente por Jacobo y Juan, él escribe:
[…] no seguimos fábulas ingeniosamente inventadas, sino que fuimos testigos oculares de su majestad. Pues cuando Él recibió honor y gloria de Dios Padre, la Majestuosa Gloria le hizo esta declaración: «Este es mi Hijo amado en quien me he complacido». Nosotros mismos escuchamos esta declaración, hecha desde el cielo cuando estábamos con Él en el monte santo (2 Pedro 1:16-18).
Pedro tuvo el privilegio de ser uno de los tres que, de antemano, fueron testigos de su majestad; es decir, la propia majestad humana y divina de Jesús, que sería asegurada y revelada al otro lado de la cruz. En su estado resucitado y glorificado, el Dios-hombre: divino desde toda la eternidad y ahora completamente humano por siempre también, llegaría a su insuperable majestad humana. Aquel que de toda la eternidad compartió en majestad divina (en el cielo) y asumió la no-majestad humana en su estado de humillación (Belén y Nazaret), y señaló la majestad divina (Galilea), pronto brillaría en Jerusalén con su majestad divina y sería el hombre de majestad divina para siempre (Nueva Jerusalén).
Jerusalén: la majestad en la cruz
En aquella transfiguración, lo que aún estaba por venir para Él era la cruz, vergonzosa y gloriosa, horrible y maravillosa. Aquí, en Jerusalén, su último y culminante acto de humillación también sería, en el tiempo, prueba del primer gran acto de exaltación y majestad cósmica. Como Él dice en Juan 12:31-32, al haber llegado a la ciudad santa, en su inminente acercamiento a la cruz:
Ya está aquí el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Pero Yo, si soy levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo.
Entonces, Juan agrega que Jesús «decía esto para indicar la clase de muerte que iba a morir» (Jn 12:33). Su ascensión a la cruz sería su último gran acto de humillación como, al mismo tiempo, su primera ascensión a la gloria.
Sión: majestad en el trono
Tres días después se levantó el velo. Su Padre lo resucitó a una vida completamente humana, glorificada y nueva. Luego, por cuarenta días, su majestad divina-humana brillaría con una fuerza más completa, antes de ser ascendido nuevamente, ahora al cielo mismo, para sentarse allí, en honor supremo, «a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1:3; también 8:1).
Su misión terminó, la purificación de pecados se completó, se cierra el círculo de su majestad: del cielo a la tierra a Nazaret y a Galilea, y finalmente a Jerusalén y de vuelta al cielo, ahora para esperar un movimiento final: la Nueva Jerusalén descendiendo del cielo a la tierra, donde Jesús reinará con su majestad divina y humana más allá de la imaginación. Entonces, Él cumplirá, definitivamente, la gran profecía de Belén de Miqueas 5:
Pero tú, Belén Efrata,
Aunque eres pequeña entre las familias de Judá,
De ti me saldrá el que ha de ser gobernante en Israel.
Y sus orígenes son desde tiempos antiguos […]
Y Él se afirmará y pastoreará su rebaño
Con el poder del Señor,
Con la majestad del nombre del Señor su Dios.
Y permanecerán,
Porque en aquel tiempo Él será engrandecido
Hasta los confines de la tierra.
Él será nuestra paz (Miqueas 5:2, 4-5).
Humano y divino. Él es el hijo de David, aunque su origen es de la antigüedad. Gobernante de Israel, y sobre todas las naciones, pastorea con la misma fuerza del Dios todopoderoso y como el Dios todopoderoso, y en la majestad del propio nombre de Dios. Por fin ha llegado el Rey, con esplendor y majestad concedidos por Dios (Sal 21:5), el Mesías que en su majestad cabalga «en triunfo, por la causa de la verdad, de la humildad y de la justicia» (Sal 45:4).
Belén fue perfecta para semejante nacimiento. Silenciosa e inesperadamente como su llegada, la Navidad también cambiaría todo, en el tiempo, y volvería a hacer tanto el cielo como la tierra.
Ahora, por la fe, lo vemos exaltado. Pronto, por vista, contemplaremos su majestad completa.