Pese a que las amas de casa están continuamente sirviendo al Señor haciéndose cargo de sus familias, huéspedes e invitados, es tentador sentir que todo el trabajo que hacen está basado en un ciclo carente de sentido.
Quitar el polvo de los zócalos, sacar la basura, hacer cuadrar el presupuesto de las compras, trapear el piso —la lista de tareas permanentes es infinita—.
Doblar las mismas toallas una y otra vez se convierte en un quehacer detestable cuando no lo hago para el Señor. Como el autor de Eclesiastés, me quejo de que mis días están «plagados de sufrimiento» y de que mi trabajo es «frustrante» (Ec 2:23). A veces me desplomo en la cama por las noches y repaso la lista de quehaceres para el día siguiente, agregando lo que no pude hacer hoy, y lo que tendré que hacer de nuevo. Las preocupaciones y el cansancio amenazan con abrumarme por completo y ni siquiera en la noche mi corazón descansa. ¡Cuántas veces olvido que la existencia de tareas domésticas es una evidencia de que el Señor ha bendecido mi hogar con vida!
Cuando sirvo una abundante porción del pan de la ansiedad y el trabajo duro, me es útil no olvidar la misericordia y la fidelidad de Dios.
Esta clase de olvido parece inocente y pasiva. Sin embargo, la mayoría de las veces en que olvido la fidelidad de Dios es porque estoy enfocada en alguna promesa que me ha hecho el mundo.
Las promesas vacías suenan sabias y esperanzadoras:
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Está la Apatía: «Bueno, qué más da.» Declaro mi emancipación de la obligación de cuidar mi hogar. Ignoro mis responsabilidades, me deleito en estar libre de culpa y deberes, y me burlo de la idea de esforzarme.
- Y está el Control: «¡Más y Mejor!» Me condeno a tener expectativas adicionales que me impongo para tensar las riendas que controlan el caos. Amontono estas expectativas irracionales junto a mi orgullo, autoevaluándome para ver si estoy a la altura.
Las vanas promesas del mundo parecen ser un suave rocío que riega las raíces de amargura a medida que éstas penetran cada vez más en nuestros corazones. Obviamente, hay otras promesas vanas disfrazadas de soluciones para enfrentar la rutina diaria.
Ninguna de nuestras tentaciones es nueva; recuerden lo que dijo Pablo hace más de dos mil años:
«Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir» (1 Co 10:13).
Hace unos ciento cincuenta años, la ama de casa y compositora Annie Hawks sintió que necesitaba al Señor para poder perseverar en su trabajo como encargada del hogar. Escribió:
«Un día, siendo una joven esposa y madre de 37 años, estaba ocupada con mis tareas regulares de casa. De repente, me sentí tan intensamente cerca del Maestro que, preguntándome cómo alguien podría vivir sin Él, fuese en el gozo o en la aflicción, oí en mi mente la frase ‘Te necesito a cada instante’ y la idea misma cautivó mis sentidos».
Annie supo que Dios no la había dejado en la mundanal ocupación de llevar la casa sin ofrecerle esperanza o ayuda. Entendió que la reconfortante presencia de Dios era suya cada vez que la necesitara, lo cual ocurría, en verdad, a cada instante:
Te necesito a cada instante,Señor de gracia abundante.Cual tu tierna voz nada hayQue la paz me pueda dar.
- «Recurran al Señor y a su fuerza; busquen siempre su rostro» (Sal 105:4).
- «El corazón me dice: ‘¡Busca su rostro!’ Y yo, Señor, tu rostro busco» (Sal 27:8).
El gozo de un pastel artísticamente decorado no dura mucho. En una idílica sala de estar, el polvo siempre termina acumulándose. Los elementos del hogar que nos deleitan son cosas buenas, pero son sólo cosas creadas. Son sombras, reflejos, refractores de gloria, por así decir. Observa con atención —concéntrate—; con los ojos de tu corazón. ¿Ves los destellos de la gracia de Dios? Tu trabajo es un don, lo cual significa que, por sobre todos los gozos, el más alto consiste en disfrutar del Dador. Y Él es digno de nuestra adoración en este y cada instante.
En la presencia de Dios hay un gozo de una magnitud y una persistencia que nuestras mentes finitas a duras penas comprenden porque es pleno y eterno.
Cuando nuestro trabajo en el hogar es para el Señor, por medio del Señor, y para el Señor, nos encontramos con que Él jamás deja de satisfacernos. Y cuando nuestros corazones luchan por sentir que esto es real, declaramos por fe: «¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, ya nada quiero en la tierra» (Sal 73:25).