Mientras anhelaba tomar mi nuevo rol como madre, me fue dado otro rol que no anticipé: ser la cuidadora de mi esposo que estaba enfermo.
Después de un par de años de habernos casado, Dave desarrolló una enfermedad que debilitaba sus nervios, la que afectó sus brazos. Mi atlético y alegre esposo quedó desanimado y con discapacidad. Cuando nuestro primer hijo pasó los 3,600 kg, su dolor y su atrofia crónicos no le permitieron sostener a su primer hijo, lo que le rompió el corazón a Dave (y a mí también). Necesitábamos ayuda y esperanza.
Levantamos nuestros ojos para buscar ayuda
Ahora, la «nueva normalidad» como una familia de tres personas parecía excesivamente complicada y yo luchaba con adaptarme fácilmente a ella. Luego de haber sido sometido a una cirugía mayor en sus brazos, Dave comenzó a recuperarse. Fue un alivio y comencé a tener esperanza.
Sin embargo, después de habernos ido a vivir al extranjero para comenzar un nuevo ministerio, su salud empeoró. En los momentos más difíciles, mi marido caminaba con agonía. Mientras él luchaba, yo me mantenía despierta, si no era para preocuparme, era para orar. Los días llenos de problemas no pasaban tan rápido como quería.
Tuvimos la necesidad urgente de ayuda práctica en la cotidianidad de nuestros días (manos extra para ayudarnos con la casa) y Dios nos enviaba ese tipo de ayuda en algunos momentos. En otras ocasiones, Dios nos dio la capacidad de simplificar nuestras rutinas. ¡A veces Dios nos envió tanta ayuda práctica que nos sentimos muy mimados!
El salmista canta una pregunta, «Levantaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi ayuda?» (Sal 121:1). Sin perder un segundo, él se responde, «Mi ayuda viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra» (Sal 121:2).
Mi ayuda viene del Señor. Hoy, ocho años después de esos primeros momentos sombríos, el Salmo 121:1-2 sabe más dulce para mí que nunca antes. Al permanecer en esta verdad inamovible, sabiendo que mi vida dependía de ella, se ha transformado a la vez en la más satisfactoria, la más certera y la más importante verdad. Mi esposo aún tiene sus capacidades reducidas y yo aún soy la cuidadora principal de él y de nuestros cuatro hijos, pero el tiempo me está enseñando cuán maravilloso es buscar ayuda en Jesús.
¿Dónde buscas tú?
El Salmo 121 podría haber sido cantado cuando Israel se acercaba al «monte del Señor» para adorarlo (Sal 15:1; 24:3). No obstante, la montaña en la que Israel se encontraba con Dios no era el único objeto que captaba su atención. «Los montes» (en los que muchas naciones adoraban a sus dioses falsos) podrían haber parecido paraísos cautivantes de esperanza o causas intimidantes de preocupación.
De una u otra forma, la apreciación del salmista frente a su situación refleja el lugar en el cual todos nos encontramos. Nuestra ayuda sólo viene del monte del Señor —el Señor que creó todos los montes (Sal 121:2)—. Todos los otros montes que vemos ante nosotros en la vida no pueden rescatarnos ni tampoco destruirnos.
Durante muchas de esas noches sombrías, tenía la certeza de que algunos montes tenían el propósito de destruirnos. Me decía a mí misma, «bueno, la historia se acabó; éste es el fin». En otras ocasiones, cuando escuchábamos sobre nuevos tratamientos médicos, pensaba, «¡nos salvamos!». En esos momentos, estaba buscando ayuda en los montes que Dios hizo en vez de confiar en el Dios que los hizo.
Busca ayuda en el monte más alto
Cuando los montes en tu vida parecen ser la solución a tu dolor o la fuente de tu aflicción, el salmista nos enseña a mirar hacia otro lugar para buscar ayuda. Miramos con ojos espirituales al monte celestial de Sión, la morada del Señor. «Mi ayuda viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra» (Sal 121:2).
La fuente de nuestra ayuda es personal e impecablemente competente. Puesto que el Señor hizo el cielo y la tierra, no debes preocuparte por los montes ni intentar esconderte bajo sus sombras fugaces. «Como cera se derritieron los montes ante la presencia del Señor, ante la presencia del Señor de toda la tierra» (Sal 97:5). Mira al Señor que es eterno, que es todopoderoso y que te ama.
Él puede darte la perseverancia que necesitas para mantenerte fiel a él a los pies de ese monte. Él puede quitarlo fácilmente de tu camino. Él puede abrir tus ojos para ver que el monte en realidad está lleno de caballos y carros de fuego que fueron enviados para ti. La fuente de tu ayuda es lo que importa: tu ayuda viene del Señor.
Nuestro fundamento de esperanza es el Monte del Calvario
Jesús nos da el tipo de paz que sobrepasa todo entendimiento incluso mientras elimina la falsa seguridad a la que nos aferramos cuando enfrentamos las circunstancias terrenales. «Este es mi consuelo en mi aflicción: que tu palabra me ha vivificado» (Sal 119:50). Él es bondadoso para enseñarnos que nuestra ayuda viene sólo de él.
Nuestra desesperación por la vida en este mundo caído ciertamente sería el fin de todas nuestras historias si no fuera por la cruz erigida en ese monte en particular hace dos mil años. Jesús subió a ese monte y se enfrentó ante el obstáculo más grande que la humanidad haya enfrentado jamás: la ira justa de Dios por nuestros pecados. Cristo sufrió por ellos, «…el justo por los injustos, para llevarnos a Dios…» (1P 3:18). «Miren cuán gran amor nos ha otorgado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios. Y eso somos…» (1Jn 3:1).
En esta vida, podríamos ser derribados, pero no destruidos (2Co 4:9). A la sombra de la cruz, cada aflicción que amenaza con quitarte el gozo tiene el propósito de fortalecer tu fe. Puesto que la batalla decisiva en la guerra contra tu alma ocurrió en la cruz, no tienes que poner tu esperanza en falsos montes que se están desmoronando ni temer lo que haya escondidos en ellos. Jesús nos ofrece una vida más plena y es más disfrutable que la vida que gira alrededor de esos montes.
Ya sea que parezcan un problema o un refugio, quita tu mirada de ellos y ponla en el monte del Calvario, en Cristo crucificado por ti; sólo él es tu ayuda.