Hace unos meses, di a luz a mi tercer hijo. Fue lo que el parto siempre es: un doloroso desapego de las comodidades del siglo XXI. Agonizante e indecoroso: mi vida de pronto es interrumpida por procedimientos invasivos; mi mente iba desde el impacto del proceso natural (retorciéndome y tiritando) a la desconexión mental de intervenciones medicalizadas.
Hoy en día, el parto en Occidente es un acoplamiento extraño. Nuestros procesos originales y más antiguos se suturaron con torpeza a la tecnología de vanguardia. Yo no estaba teniendo un «parto natural», y sin embargo, mucho de lo que sucedió fue inevitablemente natural.
Mientras yacía en la cama del hospital, esperando conocer a mi hijo, se abrieron dos ventanas en mi mente.
El sufrimiento del comienzo de la vida
La primera fue una ventana hacia el parto: parto real, como miles de millones de mujeres experimentaron antes que yo. Dar a luz un bebé fue difícil para mí, a pesar de toda la ayuda y la comodidad, de todas las enfermeras y doctores que me atendieron, de todos los calmantes que penetraban mis venas para aplacar el dolor. Mi cuerpo estaba desfigurado. Sin embargo, tuve ayuda de todos los tipos y un esposo fiel a mi lado (ese día y los muchos días que vendrían). ¿Cómo habría sido sin todo esto?
Mi mente repasó escenas de otras mujeres dando a luz; escenas a las que solo tengo acceso por medio de palabras escritas en una hoja o imágenes en una pantalla: mujeres que dan a luz solas; mujeres que no tienen asistencia médica y hacen frente a la crudeza del parto sin ayuda; mujeres que saben que su hijo podría morir (o que ellas mismas podrían morir) en el proceso. Nosotros en Occidente, nos hemos alejado de estas realidades, pero al estar en una sala de partos, el espectro de lo que el parto ha significado para miles de millones rondó a mi alrededor y no pude evitarlo.
Entonces vino la pregunta: ¿cómo es que Dios permite todo este dolor a tantas? El crudo sufrimiento escrito en el guión de los comienzos del ser humano. El lamento solitario de mujeres que dan a luz en los márgenes, escondiéndose en las sombras o expuestas por las circunstancias. Sin embargo, Dios es (como la madre esclava, Agar, lo nombró una vez) el Dios que ve (Gn 16:13).
Él es el Dios que tiernamente es testigo de este sufrimiento, que nos encuentra en él si nos volvemos a él. Solo él es el Dios que puede ayudarnos verdaderamente, ya sea que nos encontremos sobre un piso sucio o en la cama de un hospital. Ciertamente, él es el Dios que se relaciona con nosotras como una mujer que da a luz. Él es la Roca que cargó con nosotras, el Dios que nos dio a luz (Dt 32:18). Aunque una madre podría olvidar a su niño de pecho, él nunca nos olvida (Is 49:15). No existen respuestas establecidas de este Dios; no obstante, está el cuerpo roto de su Hijo, desnudo y humillado, muriendo para que pudiéramos vivir.
El sufrimiento del final de la vida
Y entonces mi mente divagó más. Nunca soportaré el dolor de un parto sin ayuda. Sin embargo, un día, enfrentaré el dolor de la muerte. Un día, mi visita al hospital no terminará con una nueva vida en mis brazos, sino que con mi frío cuerpo muerto cubierto de una manta térmica. Los doctores intentarán ayudar. Traerán sus máquinas e intervendrán. No obstante, estarán corriendo tras un tren que están ganando velocidad. Al final, mis manos están atadas. Podría ser una despedida poco digna. El tiempo de la muerte llegó. Lo mejor que puedo esperar es que mis hijos estén ahí. Mi esposo, si seguimos las normas estadísticas, ya se fue a preparar el camino. Entonces, ¿cuál sería mi esperanza mientras las luces y los monitores parpadean?
La historia de Lázaro resucitado de los muertos ha merodeado mi mente por muchos años. No por el desenlace de la narración, cuando Jesús grita: «¡Lázaro, sal fuera!» y el hombre que estaba muerto sale (Jn 11:43-44) —aunque la escena es maravillosa—; más bien, debido a la tranquila conversación que Jesús tiene con Marta primero. Jesús forzó esta crisis.
Marta lo manda a llamar cuando su hermano estaba enfermo, pero Jesús no fue. Deliberadamente, él permite que Lázaro muera y esperó que llevara muerto cuatro días para entonces ir. «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» (Jn 11:25-26).
Cuando llegue a esa última cama de hospital, debo no solo creer en el Hombre que es mi entrada a la eternidad, sino que en el Hombre que es la eternidad misma. Jesús no solo nos da la resurrección. Él es la resurrección y la vida. Sin él, solo hay muerte. Con él, hay vida que ninguna muerte solitaria puede quitar. Dar a luz fue, para mí, una prueba. Los pretextos del tiempo moderno se retiraron por un momento. Él es la resurrección y la vida. ¿Creo esto?