Ocurrió un domingo a las 11 de la noche mientras salía cansado y abrumado del estacionamiento de la tienda de comestibles.
Después de haber acostado a nuestros hijos mucho más tarde de lo que queríamos, mi esposa Luella se dio cuenta de que no teníamos con qué preparar los almuerzos que llevarían al día siguiente. Por tanto, con una actitud que no calificaría de alegre, subí al automóvil y partí a hacer una compra nocturna de comida.
Mientras esperaba que la luz cambiara, me di cuenta. Parecía como si mi misión hubiera sido imposible: Estaba llamado a ser el padre de cuatro niños.
AGOTAMIENTO
Es humillante y un poco vergonzoso admitir esto públicamente, pero me senté en el automóvil e imaginé cómo sería ser soltero. No, no quise realmente dejar a Luella y a nuestros hijos, pero en ese punto la paternidad me pareció abrumadora.
Me sentí como un automóvil que se queda sin combustible. No me quedaba paciencia para enfrentar otro día de mil peleas entre hermanos, mil choques de autoridad, mil recordatorios, mil advertencias, mil correcciones, mil momentos de disciplina, mil explicaciones, mil conversaciones sobre la presencia y la gracia de Jesús, mil momentos de ayudar a un hijo a verse tal cual es en el espejo de la Palabra de Dios, mil veces «perdóname» y mil veces «te quiero».
Parecía imposible ser obediente y fiel a la tarea y tener el tiempo y la energía para hacer algo más.
UN MOMENTO DE GRACIA
Sé que a algunos les parecerá contra-intuitivo y casi irracional, pero creo que es esencial que un padre lo entienda: Ese momento en el automóvil, aquella noche de domingo, no fue un momento sombrío ni horrible: fue un momento precioso de gracia fiel. En lugar de que mi carga se hiciera más pesada, se levantó de una forma que fue personalmente significativa y determinante.
¿Estoy acaso diciendo que repentinamente la paternidad se me hizo más simple y fácil? ¡Para nada! Sin embargo, esa noche me di cuenta de dos cosas que cambiaron mi experiencia de la paternidad.
1. Imposibilidad
Fue claro y simple: Enfrenté el hecho de que soy absolutamente incapaz de transformar a mis hijos.
De maneras que pasaron completamente inadvertidas para mí, había puesto la carga de la transformación sobre mis hombros. Caí en creer que, gracias a la fuerza de mi lógica, la amenaza de mi disciplina, la expresión de mi rostro o el tono de mi voz, podría cambiar los corazones de mis hijos, y al cambiar sus corazones, cambiar sus conductas.
Cada mañana me había levantado tratando de ser el mesías auto-designado de mis hijos. Y mientras más intentaba hacer lo que me era imposible, más irritado y decepcionado me sentía, y más frustrados y desanimados se sentían ellos. Era un tremendo desastre.
Yo era pastor, y sin embargo, no lograba ver que en mi paternidad estaba negando el mismísimo evangelio que fielmente trataba de predicar domingo a domingo. En mi hogar, mientras intentaba producir un cambio y hacer que mis hijos crecieran, actuaba como si no hubiera un plan de redención, ni un Jesucristo, ni una cruz de sacrificio, ni una tumba vacía, ni un Espíritu Santo vivo y activo.
Esa noche, Dios me hizo ver que yo le estaba pidiendo a la ley lo que sólo la gracia puede lograr. Eso jamás funcionaría. Empecé a entender que, si todo lo que mis hijos necesitaban era un conjunto de reglas y un padre que actuara como juez, jurado y carcelero, ¡Jesús nunca habría tenido que venir!
Me di cuenta de que, para llegar a un cambio permanente en las conductas de mis hijos, los cambios fundamentales que debían ocurrir en sus corazones (en lo más profundo de sus pensamientos y deseos) sólo se producirían gracias a la poderosa, perdonadora y transformadora gracia del Señor Jesucristo. Comencé a darme cuenta de que, como padre, no estaba llamado a producir el cambio sino sólo a ser una herramienta dispuesta en las poderosas manos de Dios, el único que tiene el poder y la disposición de deshacernos y volver a construirnos.
2. Desesperación
Esa noche comprendí una segunda cosa: Enfrenté el hecho de que, para ser una herramienta de gracia, yo mismo necesitaba de ésta con urgencia.
En un momento de confesión, enfrenté mi falta de carácter, sabiduría y fuerza. Admití delante de Dios y de mí mismo que no contaba con lo necesario para llevar a cabo la tarea que se me había llamado a cumplir.
No tenía la paciencia inagotable, la perseverancia fiel, el amor constante y la gracia siempre dispuesta que se necesitaban para ser el instrumento que Dios me había llamado a ser en las vidas de mis hijos. Y habiendo admitido eso, me di cuenta de que guardaba más semejanzas que diferencias con mis hijos.
Al igual que mis hijos, creo naturalmente las mentiras de que soy independiente y autosuficiente. Al igual que ellos, no siempre aprecio la autoridad ni valoro la sabiduría. Al igual que ellos, a menudo quiero escribir mis propias reglas y seguir mi propio plan. Al igual que ellos, quiero que la vida sea predecible, cómoda y fácil. Al igual que ellos, me pongo una y otra vez en el centro de mi mundo y hago que la vida se trate completamente de mí.
Me di cuenta de que, si alguna vez habría de ser la herramienta de la gracia transformadora en las vidas de mis hijos, necesitaría ser rescatado a diario, pero no de ellos, ¡sino de mí! Es por eso que Jesús vino, para que tuviera todos los recursos necesarios para ser lo que Él ha decidido que yo sea y hacer lo que Él me ha llamado a hacer. En su vida, muerte y resurrección se me dio todo lo necesario para ser su herramienta de rescate, perdón y gracia transformadora.
DULCES SUEÑOS
Tan extraño como suena, esa noche empecé a descansar en la imposibilidad de mi misión como padre.
La tarea era mucho más grande que mi capacidad de ser padre, y también será siempre mucho más grande que la tuya. Sin embargo, no somos mesías de nuestros hijos ni se nos ha abandonado a los recursos de nuestro propio carácter, sabiduría y fuerza.
Nuestros hijos tienen un Mesías. Él está con ellos y trabajando en y a través de nosotros. Nuestro sabio Padre Celestial está trabajando sobre todos los que actúan en la escena, y no nos llamará, ni a nosotros ni a ellos, a una tarea para la cual no nos capacite.
Esta sí que es una razón para levantarse en la mañana con entusiasmo y acostarse por las noches en paz.