Llamé llorando a mi esposo, «no sé qué hacer», le dije. Se me habían acabado las ideas y no sabía qué hacer con nuestro hijo.
Esto ya había sucedido antes; ya había dicho lo mismo con las mismas lágrimas muchas veces desde que me convertí en madre. Es sólo que había asumido que a medida que mis hijos iban creciendo, yo crecería en sabiduría y en conocimiento; las cosas serían más amenas de lo que eran cuando todo era nuevo, confuso y agotador —cuando eran bebés, luego pequeñitos y después preescolares—. Sin embargo, no fue así, aún me siento tan incapaz como el primer día en el que tomé en brazos a mi hijo mayor en el hospital.
La incapacidad en la maternidad
El huracán cortó el suministro de electricidad en todos lados. El hospital había sufrido daños. Las personas que se estaban recuperando de alguna operación estaban en la sala de maternidad junto con muchas otras mujeres, que habían comenzado el trabajo de parto debido a la tormenta, y junto con todos ellos, también estaba yo. Tuve algunas complicaciones después de dar a luz, por lo que tuve que quedarme en el hospital unos cuantos días más. Todo era un caos a mi alrededor; los doctores y las enfermeras estaban exhaustos trabajando horas extra, mientras se preguntaban sobre el estado de sus hogares después de un huracán de categoría tres. Tenía prohibido sentarme en la cama y tenía que quedarme quieta por tres días, lo que hacía difícil atender a un recién nacido. La sensación de incapacidad nació ahí en ese cuarto de hospital y me siguió a casa para nunca dejarme.
No me gusta sentirme incapaz; me gusta saber lo que hago. Me gusta capacitarme, prepararme y estar lista. Me gusta tener planes preparados para prevenir el caos. Me gusta controlar lo inesperado; no obstante, aprendí rápidamente que no existe control en la maternidad.
La sensación de incapacidad continuaba a medida que mi hijo mayor y, luego, mi hijo menor luchaban contra el asma desde bebés, para luego batallar con infecciones crónicas. Estuvieron enfermos gran parte de su primera etapa de infancia, lo que implicaba tratamientos respiratorios en medio de la noche y visitas a especialistas hasta que ambos terminaron siendo operados de los senos paranasales. En cada momento, me sentía incapaz.
En la actualidad, a medida que navego en las aguas de las luchas y de los desafíos de los primeros y últimos años de educación primaria, sigo sintiéndome igual. Aún no sé qué hacer; aún me siento indefensa. Cada día es un viaje a lo desconocido.
Sin embargo, la verdad es que, aunque soy incapaz, nunca estoy desamparada; nunca.
Incapaz, pero no desamparada
Mientras que la incapacidad es una condición que resisto, es exactamente lo que Cristo me ha llamado a aceptar. Él no vino por aquellos que tienen todo bajo control, que lo saben todo y que no necesitan ayuda. Él vino a rescatar y a redimir a aquellos como yo: los incapaces. «porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc 19:10). «…No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Y yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mr 2:17).
Como sabiduría encarnada, Cristo sabe qué hacer todo el tiempo en todas las circunstancias. Él nunca es incapaz, nunca está perdido o confundido. Él gobierna y reina sobre todas las cosas, incluso sobre las circunstancias en las que somos incapaces. Los que somos incapaces, es con Cristo exactamente donde necesitamos estar.
Se desató entonces una fuerte tormenta, y las olas azotaban la barca, tanto que ya comenzaba a inundarse. Jesús, mientras tanto, estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal, así que los discípulos lo despertaron .
—¡Maestro!— gritaron—, ¿no te importa que nos ahoguemos?
Él se levantó, reprendió al viento y al mar:
—¡Silencio! ¡Cálmate!
El viento se calmó y todo quedó completamente tranquilo
—¿Por qué tienen tanto miedo?— dijo a sus discípulos—. ¿Todavía no tienen fe?
Ellos estaban espantados y se decían unos a otros:
—¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mr 4:37-41).
Los discípulos estaban acostumbrados a las tormentas en el mar; las habían enfrentado un sinnúmero de veces. Sin embargo, esta tormenta hizo que tiritaran de miedo. Habían hecho todo lo que sabían en medio de una brutal tormenta en el mar y se dieron cuenta de que eran incapaces. Jesús, sin embargo, estaba dormido en la popa del bote, agotado después de un largo día de haber enseñado. Casi puedo escuchar el pánico en las voces de los discípulos mientras exclamaban, «¿no te importa que nos ahoguemos?». No obstante, Jesús, el Hacedor y Soberano del viento y las olas, tan sólo tuvo que decir, «¡cálmate!» y todo se calmó. La calma no vino gradualmente, como cuando los mares comienzan a calmarse lentamente una vez que pasó la tormenta; al contrario, al igual que ese primer día cuando Dios habló para que el mundo existiera, esta tormenta se detuvo instantáneamente al escuchar la voz de su Hacedor.
Los discípulos eran incapaces, pero nunca estuvieron desamparados.
Cristo es nuestra esperanza
Con mucha frecuencia, olvido que no estoy desamparada. Trato de criar a mis hijos con mis propias fuerzas y con mi propia sabiduría. Los problemas aparecen y me abrumo; me agobio y me desespero; siento que soy un fracaso. Como los discípulos, me preocupo y me lleno de miedo al pensar que la maternidad me hundirá.
El olvido es un problema común para las mamás. A este problema lo denomino «tener cerebro de mamá» y lo uso como excusa cuando olvido algunas citas, algunas conversaciones y algunos artículos en el supermercado. Aunque el olvido es muy problemático, no es tan grave como olvidar el Evangelio; la esperanza que tengo en Cristo.
En todas las situaciones de incapacidad, Cristo es nuestra esperanza. Él nos ha redimido de nuestro pecado y nos ha dado su justicia. Por medio de la fe que ponemos en su vida perfecta, en su muerte sacrificial y en su gloriosa resurrección, él nos ha hecho justos frente a Dios. Como nos recuerda Pablo, si Dios nos dio a su propio Hijo para rescatarnos del pecado, ¿cómo no nos dará también todas las cosas? (Ro 8:31). Cristo nos ha demostrado que él es nuestra esperanza, al proveer para nuestro gran estado de incapacidad (el pecado y la separación de Dios). Los discípulos exclamaron, «¿no te importa?»; la respuesta de Cristo es su sacrificio por nosotros en la cruz, un «¡sí!» rotundo. En nuestra incapacidad más grande y en nuestra incapacidad diaria más pequeña, Cristo es nuestra esperanza. Él es soberano sobre todas las cosas; él conoce todo. Él lleva todas las cargas y escucha cada uno de nuestros clamores. Él dispone todas nuestras circunstancias por un bien último. Él es nuestro consuelo, nuestra paz y nuestro descanso.
Cuando somos incapaces, cuando las tormentas de la vida nos golpean, debemos volvernos a Cristo. Debemos confiar en su fuerza, en su sabiduría, en su poder y en su verdad (no en la nuestra). Debemos encontrar nuestra paz y nuestro refugio en él. Sí, somos incapaces, pero en Cristo tenemos todo lo que necesitamos porque él está justo ahí en la tormenta con nosotras.
Mamás, aunque somos incapaces, en Cristo nunca estamos desamparadas.