Es el fin del año escolar aquí y decidí comenzar a trabajar en una tarea que he postergado por demasiado tiempo: revisar las numerosas cajas de trabajos de la escuela en casa. Tenemos años dignos de encuadernar, llenos de lecciones y guías de trabajo. Guardé los trabajos de mis hijos desde el primer día que comenzamos la educación en casa, en parte, porque necesitaba hacer un portafolio; pero por otra, porque simplemente no podía deshacerme de ellos.
Mi hijo mayor acaba de terminar su penúltimo año de secundaria y ya era hora. Tenía pavor de revisar sus trabajos escolares porque sabía lo que representaban. Sabía que abrir esas cajas y hojear los exámenes de ortografía, los quiz de matemáticas y los ejercicios de caligrafía me gritarían la dura y difícil verdad: el tiempo pasó demasiado rápido. Sabía que destellarían dulces recuerdos en mi mente: recuerdos de acurrucarnos en el sofá en la tarde para leer en voz alta, de registrar la playa buscando conchas en ese año en el que estudiamos la vida del mar y de las risas por la insistencia de mi hijo en ilustrar cada palabra en sus exámenes diarios de ortografía; recuerdos de la Gran Muralla China y de la construcción de nuestra propia versión en miniatura en la sección de manualidad; recuerdos de cómo animamos a Odiseo a medida que avanzaba en su largo viaje a casa; recuerdos de lapbooks, estudios de unidad y excursiones. Sabía que esos recuerdos provocarían lágrimas y no estaba equivocada.
Cuando comenzamos la educación en casa de mi hijo mayor en primer grado, pensamos que sería temporal. Esperábamos hacerlo por un par de años como mucho. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que era perfecta para él. Él florecía en la escuela en casa y mi hijo menor pronto se unió. Cuando nos cambiamos a una ciudad donde había muchas opciones para que él tomara clases complementarias, floreció ahí también. Cuando cambiamos a su hermano a una escuela cristiana local, mi hijo mayor quería seguir en la escuela en casa. Comenzó su último año este otoño y nuestra historia de educación en casa pronto llegará a su fin.
Miro a mis dos hijos ahora, ambos mucho más altos que yo, y me cuesta ver a los pequeños niños que una vez fueron. A veces, cuando sonríen o se ríen por una broma boba, capto un destello de su niñez, pero de pronto, desaparece y todo lo que veo son pelos a lo largo de la mandíbula de un hombre. Luego, escucho el tintineo de las llaves del auto, pues salieron a ver a unos amigos. Parece que fue ayer que mi hijo mayor estaba aprendiendo a contar; ahora, lo inscribimos para estudiar Cálculo en otoño. Las conversaciones que una vez se centraron completamente en responder las preguntas de los porqués de la vida y de cómo funcionan las cosas, ahora se centran en los planes para el futuro.
Mi vida a lo largo de los años giraba en torno a la jornada y al año escolar. Medía el tiempo por clases, semestres y vacaciones de verano. Entre esos tiempos, había días duros y difíciles en los que nadie quería hacer su tarea y yo anhelaba que viniera una profesora suplente y se hiciera cargo. En otros, anhelaba la siguiente etapa cuando las cosas serían más fáciles. Esperaba con ansias los días en que tuviera menos demanda. Anhelaba los momentos de paz y tranquilidad. A veces, incluso, imaginaba qué más podría hacer con mi tiempo. Si soy honesta, incluso hubo días en los que me revolcaba en autocompasión recordándome a mí misma todo a lo que había renunciado por educar a mis hijos en casa.
Sin embargo, todos esos años se han ido demasiado rápido. Mis días como educadora se convirtieron en los de una tutora y consejera vocacional y también esos empleos pronto terminarán. Aunque parte de mí quiere rebobinar el tiempo y volver a esas tardes cuando todos nos sentábamos y escuchábamos la lectura mientras nos turnábamos para leer la historia de la clase del día, parte de mí también ama ver a mis hijos crecer, madurar y convertirse en hombres jóvenes. Me encanta ver que la labor de mis años, los sacrificios de mis días, dan fruto. Me encanta ser testigo de la obra del Señor en sus vidas. Y tengo muchas ganas de ver lo que Él hará en ellos en los años que vienen. Porque esta es la verdad: yo solo he sido una mera administradora de sus vidas durante este tiempo. Ellos pertenecen al Señor y su llamado para mí como mamá pronto se convertirá en un rol distinto. Aun cuando siempre seré su madre, no siempre estaré involucrada en sus vidas diarias. No siempre me necesitarán. No siempre seré su profesora principal.
Mientras repaso esas carpetas de días pasados, más recuerdo que mi trabajo fue temporal; que después de todo no tenía titularidad.
Mamás, los días son largos, pero los años son cortos. Esos días de abrirse paso en medio del agotamiento no duran para siempre. Esos días de recoger juguetes, limpiar rostros y enseñar la misma clase una y otra vez pronto se acabarán. Esos días de mirar al reloj hacer tictac tan lentamente hasta la hora de dormir se irán antes de que te des cuenta. Espero que, como Moisés, le pidamos al Señor que nos enseñe a contar nuestros días (Sal 90). Espero que administremos nuestro corto tiempo para la gloria de Dios, ya que «como la hierba son [los] días» (Sal 103:15) y, demasiado pronto, el tiempo con nuestros hijos habrá pasado.