Acababa de fijar la velocidad (no muy rápida) y la inclinación (no muy empinada) de la caminadora estática en el gimnasio. Luego me puse mis auriculares para ver televisión por los próximos veinte minutos (no mucho tiempo). El primer segmento del programa de noticias que puse fue presentado de la siguiente forma: «el 69% de todos los divorcios son iniciados por mujeres; esto es así, puesto que las mujeres quieren estar a cargo».
En este particular segmento, se estaba presentando al autor de un nuevo libro que aparentemente estaba llamando la atención. No recuerdo el nombre del libro (¡mi comprensión es bastante deficiente cuando trato de mantener el paso en una caminadora estática!) y sólo comprendí de forma vaga que al parecer el autor sugería la idea de que es destructivo para un matrimonio que una esposa trate de estar a cargo de su marido. Sin embargo, la mujer que conducía la entrevista parecía estar demasiado indignada por la posición del autor que apenas le permitía responder una pregunta sin interrumpirlo con sus propios argumentos. Es más, cuando la entrevista terminó, yo estaba más informada respecto a la opinión de la entrevistadora que de la del autor.
Aunque nunca pude escuchar lo que el autor en realidad quería decir con «las mujeres quieren estar a cargo» y no sé si sus estadísticas sobre el divorcio eran precisas, sí sé que el hecho de que las mujeres quieran tener el control de sus maridos no es un fenómeno nuevo. De hecho, el origen de este deseo se remonta al comienzo de los tiempos. Una de las consecuencias de la caída para las mujeres, según Génesis 3:16, es que «[su] deseo será para [sus] marido[s]». La forma y el contexto de la palabra deseo en realidad tiene una connotación negativa: un impulso a manipular, a controlar o a tener dominio. Por lo tanto, cada esposa lucha con el deseo de controlar a su marido. ¡Y lo sé, sin duda lo sé! Sólo por medio de la gracia transformadora de Dios podemos batallar contra el pecaminoso deseo de nuestros corazones.
Todo esto me hizo pensar sobre cuán poco entiende nuestra cultura la nobleza y la dignidad de los mandamientos de Dios para los hombres y para las mujeres en el matrimonio. Aunque es cierto que Dios llama a las esposas a someterse a sus maridos (¡no a todos los hombres!) como al Señor (Ef 5:22), él también llama a los esposos a amar a sus esposas sacrificialmente como Cristo amó a la iglesia. ¡Ambas cosas son demasiado difíciles de hacer! Fíjense que Dios nunca manda al esposo a someter a su esposa ni tampoco a la esposa a hacer que su esposo la ame sacrificialmente. Estos son mandamientos que cada uno debe obedecer, como al Señor.
Lo que Dios manda, él posibilita; lo que él manda, él también bendice. La Biblia no sólo dice «sométanse a sus esposos», punto final; «respeten a sus maridos», punto final; «amen a sus esposos y a sus hijos», punto final. Sino que…
Someternos a nuestros esposos nos hace hermosas (1Pe 3:5).
Someternos muestra la belleza de cómo la iglesia se somete a Cristo (Ef 5:22-24).Amar a nuestros maridos e hijos adorna al Evangelio (Ti 2:4, 10).
Practicar las virtudes de Proverbios 31 nos da alabanza (Pr 31:28-31).
La conducta respetuosa y pura de una esposa puede ganar a los esposos incrédulos para el Señor (1Pe 3:1-2).
Dado que el matrimonio y la maternidad implica mucho servicio, nos hará grandes (Mt 20:26).
Cuando luchamos y nos esforzamos por controlar a nuestros maridos, nunca obtendremos lo que queremos. Sin embargo, la Escritura promete que por la gracia de Dios en realidad podemos lograr grandeza, obtener alabanza y ser hermosas por medio de la sumisión y el sacrificio. ¡Bendiciones, sin duda!