Esta mañana recordé un artículo que leí hace unos años y en el cual se analizaba cómo ha evolucionado nuestra forma de usar Internet. Decía que, al principio, simplemente hacíamos todo navegando entre sitios, mientras que ahora, en una nueva fase, llevamos muchas tareas a cabo por medio de aplicaciones basadas en Internet. No necesariamente entramos nosotros mismos a los sitios sino que las aplicaciones (que incluso conocen nuestros gustos) lo hacen por nosotros y nos sirven «en bandeja» la información que nos interesa (piensa, por ejemplo, en una aplicación de meteorología o un convertidor de divisas).
Esto, por supuesto, no es malo, pero me acordé de la imagen anterior al pensar en nuestra relación con la Biblia. La Biblia, como sabemos, es un océano de sabiduría, pero con demasiada frecuencia recurrimos a ella a través de intermediarios de los cuales sólo esperamos recibir información específica: «¿Qué dice la Biblia sobre la depresión?» «¿Qué dice sobre la prosperidad económica?» «¿Es pecado tatuarse?» «¿Es pecado apostar?»
La Biblia, por supuesto, sí puede tocar estos temas (aunque no necesariamente bajo esos títulos), pero lo que en el caso de Internet resulta práctico es definitivamente menos conveniente cuando se trata de la Biblia. Se la usa sólo para salir del paso (resolver problemas específicos), o como se aprecia en las últimas dos preguntas, es vista como una guía para que Dios no se enfurezca y, de este modo, siga escuchando nuestras oraciones.
¿Qué pasa, mientras tanto, con todo el resto de la Biblia? ¿Qué pasa con esas vastas extensiones de texto que no contienen «recetas» ni ordenanzas explícitas? Es evidente que, en muchos casos, no despertarán interés. Permanecerán inexploradas hasta el fin, y cuando excepcionalmente las leamos, lo haremos —una vez más— para que Dios nos siga sonriendo.
Una visita a la librería evangélica generalmente confirmará esto. Donde deberíamos encontrar una abundancia de ayudas para estudiar la Biblia misma, encontramos más bien que los libros populares están —de nuevo— dedicados a temas específicos en los cuales aspiramos a desempeñarnos mejor.
¿Significa, acaso, que no deberíamos leer esos libros? No. No es eso lo que quiero decir. Esos libros pueden ser útiles, pero jamás podrán suplir lo que sólo un auténtico estudio de la Biblia entregará. Muchas veces, por ejemplo, el autor sabe bien de dónde ha sacado su enseñanza, pero a menos que el lector conozca su Biblia (o el autor sepa verdaderamente enviarlo a ella), éste no crecerá realmente en autonomía sino en dependencia del propio autor (y sentirá, como muchas veces, ocurre, que necesita otro y otro y otro libro de él —créanme, lo he visto—).
Este problema, ciertamente, no es nuevo. En las iglesias lo vemos todo el tiempo, y ocurre, en gran medida, porque los encargados de la enseñanza hemos comunicado un enfoque reduccionista de la vida cristiana. Todo se reduce a resolver problemas, enseñar «lo que se puede y no se puede hacer» y, más últimamente, a dar respuestas rápidas («de bolsillo») para que nuestra gente sepa cómo debe responder ante los últimos ataques del mundo a los valores cristianos o ante las arremetidas de quienes sostienen otras creencias (incluido el ateísmo).
Sí, los cristianos buscarán estas respuestas, y sí, debemos guiarlos a encontrarlas. Pero ¿es correcto que el grueso de la dieta del cristiano consista sólo en cápsulas o porciones inconexas de información? ¿Es sano que permanezca tanto tiempo en una iglesia sin más que una visión fragmentaria de la Biblia?
Una dramática consecuencia de esto (por dar sólo un ejemplo) será que el cristiano no estará preparado para cumplir adecuadamente su rol en la sociedad. Nuestro deber, por un lado, es anunciar el evangelio con palabras, pero mientras Jesús no regrese, «hacer discípulos» también implica modelar a qué se parece una sociedad guiada por Dios en todas las áreas del quehacer humano. Esto no se logra con una visión fragmentada, y por lo tanto, no es extraño que el creyente común sólo sea un espectador que reacciona cuando el mundo ataca las posturas emblemáticas del cristianismo.
¿Qué nos faltaría para liderar y no ser simplemente reactivos? ¿Qué nos faltaría para salir de la así llamada «respuesta cristiana» que, con el correr del tiempo, se ha transformado exclusivamente en una queja-sin-propuesta?
Necesitamos, precisamente, una visión más amplia de la salvación. Nuestra transformación individual está incluida, pero más allá del evangelio resumido (ese que entregamos en cinco minutos), necesitamos recuperar la «versión extendida» de él. Esa visión que, página tras página de la Biblia, nos muestra a un Dios inmenso que gobierna y dirige todo un cosmos a su renovación.
Cuando entendemos eso, entendemos que ser cristianos implica sumarse a un plan mucho más grande que nuestros proyectos individuales, y en consecuencia, nuestra motivación para hacer la voluntad de Dios deja de ser simplemente «evitar problemas». Nos convertimos, más bien, en colaboradores, y de forma aun más maravillosa, nos convertimos en encarnaciones humanas del cambio que Dios está haciendo.
Debemos, por tanto, leer la Biblia con otros ojos. Insinué, al inicio, que hemos abusado del estudio por temas, pero podemos corregir este abuso si, junto con recordar el gran proyecto de Dios, recorremos y valoramos cada escena bíblica (y no sólo las que preferimos). Dios se reveló por medio de cada una, y cuando lo hizo, entretejió directamente sus propósitos con la vida humana. ¿Qué pensarían los escritores bíblicos si nos escucharan hablar de «teología» y «práctica» como mundos aparte —por no decir opuestos—? Meditemos en el canto del salmista, y al igual que él, vivamos nuestra vida anhelando no perdernos una sola palabra de nuestro gran Dios:
Sobre todas las cosas amo tus mandamientos, más que el oro, más que el oro refinado. Por eso tomo en cuenta todos tus preceptos y aborrezco toda senda falsa. (Salmo 119:127–128, NVI)
La suma de tu palabra es verdad, y cada una de tus justas ordenanzas es eterna. (Salmo 119:160, LBLA)